lunes, 18 de junio de 2012

Iswe Letu: Yo, Robustiano, de muy niño...


 Así me lo contó un hombre:

"Yo, Robustiano, de muy niño, -empezó diciendo-, un día me escapé de casa. Ahora, ya adulto, no sabría decir por qué, cual fue el impulso que me movió a hacerlo. Lo cierto es que, un día, por la tarde, cogí la burra de mis padres, la arrimé a un poyo que había enfrente de la puerta del corral, subí al poyo, monté en la burra y me marché al pueblo de mis tios que distaba unos tres kilómetros de mi casa. Aunque yo, entonces, no sabía de distancias métricas.

Al principio iba un poco nervioso por si el animal se espantaba y me tirara al suelo. Mas como viera que caminaba muy tranquila se me fue la inquietud y comencé a fijarme en todo lo que se me ofrecía a la vista: los álamos que crecían a la izquierda del camino junto a una poza y que se estaban dorando cuyas hojas caían arrancadas por el poco viento, las viñas de hojas amarillentas que escondían a duras penas los racimos dorados o las moradas uvas, los rastrojos que las ovejas limpiaban de los últimas espigas caidas... y el otero que se elevaba al fondo de forma de parva. Yo sabía que en llegando a él había andado la mitad del trayecto y por lo tanto estaba más cerca de la casa de mis parientes.

¡Ah, la casa de mis tíos! Quizá esa fue una de las razones que me llevó a escaparme de la mía. La casa de mis tíos era grande. Bueno yo de grande o pequeño poco sabía, aunque si comprendía que se estaba mejor que en la de mi madre que tenían buracos las paredes y grietas las puertas y se colaba el frío en invierno y el calor en el verano; además de caer goteras en la cocina cuando llovía. Seguí camino adelante mirando de cuando en cuando el otero. Decían de él que allí habitaba la gallina de los huevos de oro.

Me puse a cantar. Decían que cantando se espanta a los malos espíritus. Pero de espíritus, eso si me acuerdo, tengo que decir que los sentía como si fueran unos seres amenazadores, malignos, sin haberlos vistos nunca. Solo de pensarlos me daba miedo. Dejé de cantar. Por un instante pareció como si el cantar sonara en mi oído cada vez más debil, así como si se alejara poco a poco de mi y me dejara solo. Se hizo el silencio. Tan solo se oía el paso de la burra en el suelo del camino.

-¡Sooo! -exclamé.

La burra se paró. Miré en derredor. Nadie. No había nadie. Estaba yo solo, el campo amarillento y el otero a la derecha a mi espalda. Unos grajos pasaron chillones. Me asusté. Quisé volver. Pero si daba marcha atrás a lo mejor se hacía de noche porque estaba ya muy lejos. Lo sabía ya que el otero lo había dejado atrás. El pueblo de mis tíos no estaría lejos. Arreé a la burra y trastumbar una cuesta apareció el pueblo lo que me llenó de alegría. Me guié por la la torre de la iglesia al saber, como sabía, que la casa de mis tíos estaba cerca de la iglesia.

Me recibieron con muestras de cariño. Asombrándose de que, siendo tan niño, hubiera logrado llegar solo hasta allí. Luego me hicieron muchas preguntas hasta que averiguaron que había venido sin permiso de mi madre. No les gustó nada, me riñeron (no mucho) diciédome que allí, en mi casa, estarían preocupados mi madre, mi hermano y mi hermana. El tío Práxedes dijo que si no fuera tan tarde, estaba empezando a oscurecese y se haría de noche por el camino, el me hubieran llevado de vuelta a casa. O mejor se hubiera acercado a casa de mi madre para decirle que yo estaba con ellos. -

-Mejor, lo haré mañana -concluyó mi tío.

-¡Mira que si te encuentras con uno de esos maquis o rojos...! ¡Quita, quita!... Solo de pensarlo se me ponen los pelos de punta... -dijo mi tía Eufrasia- ¡Dios mío! ¡Estos niños de hoy!...

Mis primos Afrodisio y Clemencia -esa fue quizás otra de las razones por las fui al pueblo de mis tíos- me llevaron al sobrado y estuve jugando con ellos hasta la hora de cenar. Cerca de la mesa del comedor estaba la lumbre. Se estaba muy calentito allí. Y no sé como lo hicieron... lo cierto es que por la chimenea apareció un paquete que iba bajando poco a poco. Yo lo veía bajar arrobado. Dentro había caramelos. Era un regalo que me hicieron los ángeles al saber que me había arrepentido de marcharme de casa sin permiso de mis padres. Lloré de alegría.

Estábamos jugando a la oca cuando, ya muy tarde, llamaron a la puerta. Mis tíos se asustaron. Todos nos asustamos. Y más cuando se abrió la puerta y una voz ronca que yo bien conocía exclamaba:

-¡Tíos!, no se asusten, soy yo, Macario, vuestro sobrino, ¿no estará mi hermano aquí?

En el umbral de la entrada a la cocina se destacó enseguida, echo una furia, mi hermano Macario.

-¡Mira donde está! Todo el pueblo buscándolo por el campo... ¡Lo mato!

Y se acercó levantando la mano con intención de atizarme. Cosa que mi tío impidió.

Ya más calmado explicó que, al no aparecer yo, como siempre lo hacía, a merendar, se empezaron a preocupar. Preocupación que fue incrementándose con el transcurso del tiempo, hasta que, llegada la noche, todo el pueblo se movilizó dando batidas en la oscuridad de la noche voceando a grito pelado mi nombre temiendo que me hubiera caído en algún pozo de los muchos que había por los alrededores del pueblo. O que hubiera sido raptado por rojos o maquis. Esos rojos o maquis, quienes fueran, debían de ser temibles, pensaba, dándome cuenta del peligro que había pasado por el camino montado en burra en dirección a la casa de mis tíos. Y yo tan tranquilo cantando... Me estremecí...

Mi hermano se fue como vino y, aunque más sosegado, aun echaba chispas por sus ojos. Montó en su caballo y pronto se perdió el galope en la noche cerrada.

Por la mañana retornó y me devolvió a mi pueblo. Me dio, eso si, unos azotes. Y ahí se quedó mi aventura.

Bueno, fue ese episodio de mi vida el que me hizo descubrir a rojos y maquis: el miedo a gente desconocida. Si bien ya tenía yo otro miedo: miedo a la pareja de la Guardia Civil. Pareja de guardias con sus negros y brillante tricornios que se apostaban, escondidos en la noche, por recodos del camino. Era el otro miedo. Un miedo a gente de carne y hueso, gente conocida. Un miedo del que nadie te advertía, del que nadie hablaba en voz alta y todos lo sentían.

Mi hermano trabajaba en una empresa de resinas, La Resinera la nombraban. De modo que dejó el caballo en la cuadra junto a la burra y se marchó al trabajo. Mi madre me cogió en sus brazos. Me acarició. Lloró y lloré. Y cuando pasó un rato me miró y dijo:

-Hijo, no vuelvas a escaparte. Nos has hecho sufrir mucho pensando si te habrá pasado algo.

-No volveré a irme. Lo juro. Por estas -y puse dos dedos en cruz-. Mamá, ¿quienes son los maquis y rojos? ¿son muy malos?...

-Cuando seas mayor lo entenderás...

-Pero, ¿son muy malos?

-No lo sé, hijo. Eso dicen, que son muy malos -contestó llorando desconsoladamente.

-No llores, mamá. No volveré a escaparme.

-Bueno, pero lo que si vamos a hacer es lo siguiente -y llamó a mi hermana que era mayor que yo y me cuidaba y me defendía-: si aparece un desconocido por aquí, rojo o maqui, tu hermana y tú os escondéis enseguida; allí, en el caseto que está junto al corral y la cuadra.

-Vale, mamá, así haremos -respondió mi hermana.

Como he dicho, mi hermana era mayor que yo y me cuidaba y jugaba conmigo cuando mi madre iba al pueblo de compras o a ver a mi abuela; o si mi abuela y mi madre se marchaban al huerto que teníamos cerca del arroyo.

A media mañana mi hermana y yo estábamos cogiendo níscalos cuando oímos pasos de caballería y corrimos a escondernos en el caseto que nos dijo la madre. Era la pareja de la Guardia Civil. Cuando venía a casa, y lo hacía a menudo, mi madre se ponía muy nerviosa. Le tenía miedo. Nosotros también. Se apearon -los veíamos desde el caseto-. Llamaron a la puerta y mientras uno se quedó fuera el otro entró dentro de la casa. Yo me imaginaba a mi madre aterrorizada, temblando y al guardia civil escudriñando cada rincón de la casa diciéndole:

-¿No tendrás a nadie escondido?

Y mi madre:

-No, señor. Si por aquí no pasa nadie.

-¡Mentira! El otro día dicen que vieron a alguien...

-Malas lenguas, señor comandante.

-¡Sargento, coño, sargento!

Tenía al guardia civil y a esas palabras en mi cabeza. Habíamos contemplado la escena mi hermana y yo acurrucados debajo de la mesa de la cocina. Ovillados. Casi como estábamos allí en el caseto. Desde el que veíamos al guardia civil salir de la casa diciéndole a mi madre:

-Ya sabes, si ves algo, avísanos. Y si no... atente a las consecuencias.

Montaron en sus caballos. Y las verdes capas de miedo se alejaron camino adelante.

Vino la abuela Cesarina al día siguiente y nos llevó, mejor nos arrastró, a mi hermana Eudosia y a mi a la escuela a pesar de nuestra resistencia casi numantina a ir.

De mi casa al pueblo donde vivía mi abuela y donde se hallaba enclavada la escuela había una larga caminata. Para mi, claro. Aunque yo, entonces, de largo y corto poco sabía. Y ahora lo que sé es que eso no quiere decir gran cosa, pues lo que para unos es muy corto, para otros es largo. Lo cierto fue que a mi me pareció un camino largo. Y como no quería ir a ese lugar llamado escuela, porque ninguno de los que iban allí era conocido mío, me pareció que al camino se alargaba aun más.

Los pinos acompañaban mi andar, los pájaros se reían saltando de rama en rama, las ardillas saboreaban las piñas, muy serias, como si se apenaran por mi destino. Solo una víbora pareció poner una barricada sinuosa para que yo no fuera a la escuela colocándose en medio del camino. Mi abuela cogió un palo y le quiso atizar pero ella se deslizó sin hacer ruido entre la hojarasca del pinar.

Y los pinos, ¡ah, los pinos!, me miraban también muy serios, casi tristes. Yo los veía llorar resina que resbalaba a la cazoleta de barro que todos tenían muy cerca de la tierra. La resina es como la sangre de los árboles, pero a mi, en esos momentos, se me parecían lágrimas. Para que la resina manara le hacía un corte más arriba de la cazuela. Claro, herido, el pino sangraba y su sangre, su resina, caía en la cazuela que luego los obreros de La Resinera, entre ellos mi hermano, la recogían.

Recuerdo que tanto a los árboles como a los animales que veía los saludaba con la mano como si me despidiera de ellos para nunca mas volver.

El maestro, Don Eliseo se llamaba, se mostró muy cariñoso a la puerta de la escuela. Y la maestra de mi hermana, Doña Clotilde, también acogió con cariño a mi hermana. Me contó que todas las niñas la miraban. Como a mi los niños. ¡Qué vergüenza tuvimos!

Luego, ya dentro de la escuela, me presentó, tras de rezar y cantar una canción que hablaba de camisas, bordados, muertes, estrellas y soles; elogió mi valentía por arriesgarme, solo, por esos caminos llenos de peligros, pero afeándome a continuación por desobedecer a mis padres; haciendo hincapié en los peligros que se encuentran por el mundo: toros sueltos, locos asesinos, culebras, tormentas... y sobre todo maquis o rojos que son lo peor, los enemigos de todos los españoles.

-Queridos niños, mucho cuidado con gente desconocida. Los rojos acechan por todas partes.

En el recreo me llamaron el maquis porque me había escapado de casa. Y me dejaron solo. Nadie quiso jugar conmigo. Incluso alguno me empujó. Yo le di un puñetazo en la nariz que le hizo sangrar.

-Toma, por empujar a un maqui -le dige enfadado.

Y acudió al maestro a decírselo. Don Eliseo me regañó. Como si yo tuviera la culpa. Sin embargo a mi hermana se le acercaron tres niñas con las que estuvo jugando.

Por la tarde no había escuela por lo que mi hermana y yo nos fuimos a recoger setas no muy lejos de casa, mientras mi abuela y mi madre se fueron al huerto a regar las plantas y recoger hortalizas.

Tengo que decir que nuestra abuela nos había enseñado a distinguir ciertos hongos comestibles de los que no lo son. Si bien nos había advertido que tuviéramos mucho cuidado porque había también parecidos a ellos y muy venenosos. Siempre recogiamos los hongos que estábamos seguros que se podían comer; por ejemplo: los níscalos, porque su colorido anaranjado es inconfundible; los llamados apagacandelas, pues los que son grandes son los buenos, los boletos y las setas de cardo, los demás ni los tocábamos. Había uno muy bonito y muy venenoso como la amanita, rojo y blanco; lo mirábamos admirados y miedosos.

Cuando tuvimos la cesta a medio llenar, descansamos un poco viendo los pájaros volar entre las ramas de los pinos y luego jugamos al escondite; el graznido de una urraca nos sacó de nuestros juegos y reanudamos la tarea de recogida de setas hasta colmar la cesta. La dejamos junto al tronco de un pino y nos acercamos a un zarzal que tenía moras y que se hallaba fuera del bosque de pinos. Estaban muy ricas y nos pusimos morados, nunca mejor dicho.

Satisfechos nos sentamos en una roca. Desde allí se veía el camino que conducía a nuestra casa y que allí se curvaba a la derecha para tras doblar la curva se veía la casa al fondo. Nosotros había dejado la cesta más arriba. El sol ya perdía fuerza y comenzaba a refrescar la tarde de otoño. No obstante nos quedamos un rato más sentados contemplando la casi puesta del sol.

Una ardilla subía por el tronco de un pino. Mi hermana se alzó la falda y se puso a mear detrás de mi, cerca del tronco de un pino. Yo oía el sonido del roce del meado al salir que sonaba como un bisbiseo. De repente dijo:

-¿No oyes?...

Volví la vista hacia atrás. Mi hermana estaba de pie con la falda recogida con la mano derecha a la altura de sus órganos genitales. Espatarrada. De su vagina, que la denominábamos por alli seta y no vagina, goteaba aun orina. Se había quedado quieta, como petrificada. Dejó caer su falda y repitió:

-¿Oyes?...

Yo hasta entonces no había oído nada. Y con la visión de mi hermana que meaba y no tenía pito... pues la verdad... no había captado ningún sonido. Pero ahora si, oía pasos. Trepamos por entre las rocas y los pinos hasta más arriba cerca de donde habíamos dejado la cesta con las setas. Desde allí se veía más camino y nuestra casa.

Efectivamente, a lo lejos, asomaba alguien que parecía traer alguna cosa en la mano derecha. Escondiéndonos. Sin hacer ruido. Cogimos la cesta y corrimos a escondernos en el caseto como conejillos a la madriguera. Por entre las tablas de la puerta veíamos acercarse a un hombre barbudo, malencarado, que traía una maleta en la mano. Temblaba yo de miedo. ¿Sería uno de esos maquis o rojos? Nos persignamos para que no nos descubriera. ¿Y si nos descubría?... ¿Qué haría con nosotros?... ¿Nos mataría?... Mi hermana me abrazó diciéndome al oído como en un susurro:

-No te preocupes. Yo te cuidaré.

Eso me calmó un poco. Yo no quería ni mirar y le preguntaba de vez en cuando que qué hacía el maquis. Ya daba por hecho que era un maquis. Mi hermana me decía lo que estaba contemplando por entre los tablones de la puerta del caseto:

-Se ha acercado a la puerta de casa. Llama. Aporrea. ¿Oyes?

-Si. ¡Oh, Dios mío! Dice Etelvina. Como nuestra madre. Le va a hacer algo malo. ¡Pobrecilla!

-Tranquílizate.

El hombre, tal como había dicho mi hermana, había llamado a mi madre y como nadie respondía, dejó la maleta a la puerta y se marchó.

No sabíamos qué hacer, si permanecer allí escondidos o salir gritando socorro a ver si nuestra voz llegaba hasta el pueblo o a los oidos de alguna persona que viniera a auxiliarnos.

En esas incertidumbres estábamos y ya habíamos decidido, cagados de miego, salir voceando, cuando vimos, asombrados, al hombre barbudo de la maleta entre mi abuela y mi madre, charlando amigablemente.

Salimos del escondrijo con la cesta de setas.

Resultó ser nuestro padre al que no conocíamos porque había estado preso en unas minas de mercurio en Badajoz. ¡Un rojo!. Había batallado en la guerra del 36/39 del siglo pasado en defensa del gobierno legítimo de la República. Es decir, un derrotado.

Mi abuela me decía que le besara, pero yo no quería. Me daba un no sé qué. No lo conocía de nada. Era un extraño. Un rojo y un derrotado. ¡Joder! Hasta podía ser un maqui."

Así me lo contó y así os lo cuento.

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