domingo, 17 de junio de 2012

Contó menos que el pedo de una hiena vieja


Aquel episodio lo tiene gravado para siempre. Y le hizo ser muy muy callado, sopesando cada palabra que decía como si le costara un triunfo abrir la boca; o pensara que no valía la pena mover los músculos de esa abertura de la cara para resultado tan pobre como era el que una vez despegadas ambas carnosidades de la boca se juntaran a los pocos segundos; y precisamente por eso le daba poca trascendencia a lo que decía, pues pensaba que valía menos que el pedo de una hiena vieja.

En fin como no sabemos si se han entendido, convenientemente, las anteriores palabras, narraremos los hechos tal y como sucedieron. Pero antes reconozcamos que, para muchos de los habitantes de aquel pueblo, para la inmensa mayoría, los hechos resultaron extraños y muy difíciles de creer. Y tal y como él insistió en contarlos, la verdad, daba toda la impresión de ser eso, un cuento.

Empecemos: A primeras horas de la mañana de un día de verano entra por una calle, que desemboca en la plaza del pueblo, un hombre joven, moreno, de cara alargada, nariz aguileña, sudoroso, algo cansado, con un pantalón negro de domingo, todo polvoriento, una camisa blanca, manchada y rota, y se dirige, decidido, a una cabina de teléfonos.

Algunos madrugadores que a la sazón se hallaban esperando la apertura de un bar que rezaba en su rótulo Bar La Plaza lo miran extrañados. En los pueblos cualquier individuo forastero que aparece de improviso atrae la atención y más con aquella apariencia. Y las preguntas no tardan en llegar entablándose una conversación que dura todo el tiempo del mundo y del ultramundo hasta que terminan sacándole punta aguzando el lapicero del cerebro. Y en este caso la chispa del extraño prendió en los mirones que enseguida se interrogaron acerca del personaje que había hecho su aparición en la plaza como un rayo extraño en el cielo sereno del amanecer de su pueblo: -Ese, ¿quién es? -preguntó uno. -No lo he visto en mi vida -respondió otro.

Mas uno de los espectadores de ese espectáculo mañanero, que nosotros nos atreveríamos a calificar de la mar de corriente, les fue sacando de dudas mostrándoles quién era el mozo que hablaba en la cabina de teléfonos... -¿No lo conocéis? ¿De verdad? -Pues no. No lo conocemos.

Primeras preguntas por parte del interviniente que le hicieron comprender que, de verdad, y no de coña, los otros que le escuchaban efectivamente desconocían al mencionado invasor de la plaza de su pueblo -Pues, es Ángel, el marido de la hija de Recio. Así se llama. 

Al nombrar a la hija de Recio la atención o el interés momentáneo se desvió del personaje extranjero aparecido de improviso hacia la hembra citada y su recio padre -¡Coño! ¿Se ha casado Beatriz? No lo sabía. -Claro, no vas por la iglesia.

Puede que el que no esté familiarizado con las costumbres de los pueblos o de la santa iglesia católica apostólica y romana les sorprenda el engarce del desconocimiento del casorio con no visitar una iglesia, pero es el caso que la vida espiritual es regida por la dichosa iglesia y el hecho de querer  juntarse dos que desean vivir unidos en pareja los tiene que uncir, como los bueyes, la coyunda de la santa madre iglesia y para que el mundo sepa de esa coyunda, para que se entere, en los templos católicos se anuncia el casamiento de los amantes con varios semanas de antelación ante los feligreses que son generalmente la mayoria de los habitantes del pueblo. La mayoría. Porque siempre hay alguna oveja negra, descarriada, (para mayor honra de la negra o descarriada) que se sale del  común y se atreve, osa, desafiar esas costumbres y vive rebelde a los inquisidores sacerdotales.

-Es verdad. No voy por allí. Me dan repelús las iglesias. ¿Y cuándo fue la boda? -Ayer. Yo fui invitado.

Entonces, ante ese ayer categórico y cercano día, aunque pasado muy presente, surgen las preguntas, más preguntas y más lógicas; muchas de ellas salidas de los órganos genitales de jóvenes, porque eran jóvenes, los cuales oyentes de un ayer que es casi en este momento y como momento que no da tiempo a nada cuando se está deseando todo; salidas, si, de jóvenes berracos, tal vez; y jóvenes de pueblo; pero que, cuando la sangre hierve, hierve aquí y en París y lo que no se entiende no se entiende  -¡¿Ayer?! ¡¿Y en vez de estar encamado viene del campo?! ¡¿A estas horas?! Y además del lugar de donde ha venido. No sé... No sé... Aquí hay busilis. Lo digo yo: busilis. -Ya sé lo que estás pensando. Lo mismo que yo -se atrevió a decir otro. -¡Ojo! Que no es pensar mal. No lo conozco de nada. Pero venía del mismo risco y... - De allí venía sin duda. -¡Hombre! Puede haber ido a pasear por el pinar... -lo excusó el que dijo haber ido a la boda.

Excusa que provocó la risa de los otros. Tan sonora risotada hizo que varios que acudían al bar preguntaran el por qué de tanta alegría. Y en ese momento salió el tal Ángel de la cabina y el que había ido a su enlace matrimonial, separándose del grupo, se dirigió hacia él saludándolo. -¡Eh, muy temprano has dejado sola a la mujer. -Pues si. Me desperté y como estoy acostumbrado a madrugar, salí a dar un paseo. Me gusta. -Ya ya... Claro... Te gusta... -se quedó en suspenso sonriendo- Y... por el camino te has caído.-¿Por qué dices eso? -¿Por qué? Que por qué... ¿Tú te has visto? Mira como vienes...

Sorprendido miró y remiró sus vestidos reconociendo que estaba hecho un adefesio. Se sacudió el polvo de los pantalones y al ver su camisa rota dijo:

-¡Qué desastre, hasta la camisa! Bueno... verás... a lo mejor no te lo crees... la verdad es que... paseando oí a un halcón peregrino... miré al cielo y vi que se dirigía hacia un risco... -¿El Risco del Suicida? -Ese, ese... Allí tenía el nido. Di vueltas al risco pero solo se llegaba al nido por la parte del talud. De modo que comencé a gatear... -¿Comenzaste a subir? ¿Por la parte más empinada? -replicó incrédulo- Muy peligroso, ¿no? -Y tanto... Subí, subí y subí... Mas  como tardaba mucho en llegar me arrepentí. Y decidí bajar. Pero... ¡hostias!... cuando miré abajo me dio miedo: estaba muy arriba del suelo. A si que no tuve más remedio que seguir trepando hasta llegar a la plataforma y... Bueno, me tengo que ir. Otro día hablamos.

El recién casado se alejó por una calleja, al fondo de la cual torció a la izquierda.

Cuando el invitado a la boda se unía al grupo de madrugadores del Bar La Plaza Ángel entraba en otro bar cercano a la casa de los padres de su mujer y se puso a conversar con los pocos parroquianos que, a esa hora, estaban allí y que conocía por ser amigos de Recío, su suegro; tuvo que responder a sus preguntas curiosas contándoles el seguimiento que había hecho al halcón peregrino.

Pronto la gente fue atando cabos e inmediatamente se fue corriendo por el pueblo que el marido de la hija de Recio se había intentado suicidar. Afortunadamente, en el último momento, se había arrepentido. Pero con todo y con eso estaba herido, pero vivo...

No así el primer marido de Beatriz, todos lo recuerdan, que murió una mañana temprano. Se habló mucho de ello y de los motivos. Sobre todo del posible gatillazo. Eso lo trastornó. Lo cierto es que se subió al Risco El Suicida y desde arriba se tiró. 60 metros. Murió instantaneamente.

... y un viejo en el bar le reflexionaba a Ángel diciéndole que qué habría ganado con ello pues nada te lo digo yo porque mira ahora ella es tu mujer se ha casado contigo y es que un gatillazo lo tiene cualquiera se bebe y mucho y eso que parece que a uno le da más potencia es todo lo contrario y se baila se baila hasta altas horas es agotador y luego uno no puede y es natural ¿por eso matarse? no merece la pena te lo digo yo que ya he vivido años muchos años y hasta la mujer y los hijos se me han muerto pero yo continúo aquí dando la matraca y mira también tuve tentaciones de suicidarme pero lo pensé mejor y me dige no merece la pena no señor no merece la pena la muerte que venga si pero cuando quiera hazme caso de modo que te digo que si que has hecho bien muy bien la muerte que venga cuando tenga que venir pero ¿por un gatillazo? ¿morirse por un gatillazo? ni hablar ni hablar del peluquín la valentía la fortaleza es seguir...

Así le razonaba el anciano a Ángel y por más que le asegurara que él no tenía nada que ver con el antiguo marido de su esposa, que no había tenido ningún gatillazo, ni, por supuesto, había ido a quitarse la vida a ningún sitio, su acompañante de mesa, seguía erre que erre sermoneándolo.

Esperaba a un amigo, si no ya se hubiera ido del bar para no aguantar la cantinela del viejo. Por eso se hubiera ido y porque, bueno, además, habían entrado muchos del pueblo y observó que las miradas convergían en ellos dos y cuchicheaban.

-¿Por que nos miran? -No nos miran. Te miran a tí -le respondió el anciano. -¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? -No te enfades. Te miran y se acuerdan del suicidio del otro. -Pero cómo tengo que decir que... -se paró porque de repente pensó que sus palabras tal vez, para ese viejo, valíeran menos que el pedo de una hiena vieja.

En ese momento llegó la persona que esperaba y se marchó apresuradamente del bar. Le estaba fastidiando ya todo lo del antiguo marido de su mujer.
Beatriz, la hija de Recio, abrió los ojos cuando ya los rayos de sol entraban con fuerza por la rendija de la persiana. Se sentó en la cama. De pronto se dio cuenta que estaba casada. Recién casada. Miró al otro lado de la cama y al no ver a su marido se alarmó. Angustiada, por unos instantes, recordó que hacía justo ahora cinco años le ocurrió lo mismo con el primer marido y que, al poco, le comunicaron su muerte. Pero enseguida advirtió que, medio dormida, Ángel, su nuevo marido, le había dicho que se iba a dar un paseo. Le pareció normal porque le gustaba muchísimo el campo, la soledad de los campos, el andar entre los pinares, la observación de los pájaros y las plantas. Además, su comportamiento, como macho, había estado a la altura que, según ella creía, debía  de tener un hombre de pelo en pecho. Había gozado y él, eso es lo que ella creyó, terminó satisfecho. Se lo vio en la sonrisa que le esbozó antes de dormirse. Podía constatar, para más señas, que la había penetrado hasta... Y al pensar en esto llevó sus manos a la entrepierna, comprobando así que no soñaba porque tenía todo el entorno de sus órganos genitales dolorido y no tenía bragas. Se estiró en la cama. Colocose boca abajo restregándose con las sábanas imitando el movimiento de la cópula. Luego se quedó quieta. Gozando del momento. Mas como sintiera algo, quizás una voz más alta que lo habitual, saltó de la cama, se vistió y salió al salón donde se oía hablar. Al verla, su madre, su padre y dos vecinas se callaron.

-¿Qué pasa? -preguntó al observar el silencio repentido. -No, nada... Siéntate hija -respondió su madre a la que se le apreciaba una cierta inquietud. Beatriz enseguida se sintió transportada hacia otros momentos aciagos de su vida. -Algo ha ocurrido. ¿Le ha pasado algo a Ángel? -No, no no -insistió su madre. -¿Cómo que no? -dijo Recio, su padre, que no era amigo de esconder los problemas con negativas. -¡Ay, Dios mío! Me lo han matado -asi se expresó la recién casada que vio su vida desgraciada de nuevo. -No hija. Eso no -volvió a negar su madre. -Dicen que ha querido suicidarse -atajó la brutalidad de su padre- Al parecer se volvió atrás en su propósito. -Lo vieron venir del Risco El Suicida herido, sucio y con los vestidos rotos -completó una vecina. -Bueno, herido, lo que se dice herido, no -matizó la otra vecina. -¡En qué quedamos? -voceó Recio que no entendía de dobles versiones de hechos que los ojos pueden relatar con todo lujo de detalles y máxime siendo a esas horas de la mañana que la luz del sol reina con toda su potencia. -Unos dicen que si y otros que no -sentenció tímidamente una de las vecinas.

A Beatriz se le ponía los colores y se le quitaban de la cara a oleadas. No entendía esas contradicciones a no ser que respondieran a un hecho luctuoso y que quisieran prepararla para recibir tan dolorosa noticia como fuera la muerte de su Ángel. ¡Qué desgracia la suya! No le duraba la felicidad apenas nada. Para salir de dudas se dirigió a la puerta de la casa.

-¿Dónde vas? -le preguntó su padre impidiéndole llegar hasta ella. -A buscarlo. A ver que han hecho de mi marido. -¡Tu te quedas aquí! Ya voy yo -resolvió autoritario su padre.
Cuando regresó Recio de su pesquisitoria el salón de la casa estaba en silencio. Los rostros de Beatriz, de su madre y de las dos vecinas semejaban propios de un velatorio. Y los ojos de las que velaban, al abrir este la puerta, se lanzaron ansiosos pidiéndoles explicaciones. Y se las dio: lo que había podido averiguar era que Ángel estaba vivo y sin herida alguna; que al parecer si había intentado matarse, aunque él asegura que no, que había seguido a un halcón peregrino (cosa que nadie ha creido) hasta el risco del suicida y nada más; que lo misterioso del caso está en que lo vieron hablar por teléfono y que al poco tiempo se subió a un coche con alguien y que desde entonces, hace ya casi cuatro horas, nadie lo ha vuelto a ver.

Beatriz se puso a llorar, la madre acompañó su llanto, llanto al que se unieron las dos vecinas.

Este cuadro se encontró Ángel cuando abrió la puerta de la casa de sus suegros. Miró, sorprendido, todas y cada una de las caras, sin comprender nada. 

Beatriz, tras la sorpresa, se lanzó a sus brazos. El padre le reprochó a voces el disgusto causado a su hija. La madre miraba alelada. Las vecinas, temerosas de Recio, que por algo lo llamaban así, se despidieron. Ángel, en un principio, no entendía nada, por lo que oscilaban sus ojos del padre a la hija pasando por la suegra. Poco a poco fue aclarandose la neblina en su cerebro por lo que tuvo que volver a contar su historia, como ya la había contado por el pueblo, pero más pormenorizada: desde las seis o siete de la mañana, cuando salió a pasear, hasta las doce en punto que marcaba, sonoro, en esos momentos, el reloj de pared del salón. 

Y comenzando por desmintir lo del suicidio, una vez más.

-Yo no tengo por qué suicidarme. Soy feliz con Beatriz. La quiero. Y me hallo a gusto en la vida. -Pero... ¿por qué fuiste a dar un paseo tan temprano? Y recién casado. No lo entiendo. -No sé. No lo sé. Me gusta pasear. Me dcesperté a la hora de siempre. Contemplé el rostro de vuestra hija. Ta hermosa. Y no sé... me fui a dar una caminata. Tal vez a decirle a los campos, a las aves, a las plantas... lo feliz que era. El pueblo estaba en silencio. Solo un perro ladraba. Ya en corrales se oía el trajinar de los labradores. Y alguna que otra chimenea ahumaba. Comenzaba debilmente a amanecer. Y andando andando, no sé, llegué al pinar. Los pájaros se desperezaban. Se oía bullicio entre las ramas de los árboles. Un halcón peregrino cruzó el cielo. Lo conozco desollado. Me gusta ese animal. Y seguí su vuelo con la vista hasta donde se posó. Me adentré en el pinar llegando hasta el Risco El Suicida. Allí tenía su nido. El Risco es imponente. Había oído hablar de él, pero una cosa es eso, que te lo digan, y otra muy distinta verlo. Sobrecogía. Tan alto. Di una vuelta entorno a él. Subí por una parte, la del oeste. Por allí la subida facil. Cuando llegué arriba comprobé que el nido se hallaba en la parte este y que por donde había subido no podía alcanzarlo. Volví a bajar. Brincaba de roca en roca como un mono. Me encontraba a gusto, muy a gusto. Era feliz. Poco más les puedo decir. Por la parte este se podía llegar justo hasta el nido. Pero por esa parte la pared caia a pico. Era pura pared. Observándolo bien hallé que tenía numerosa grietas y salientes y que podría salvar el obstáculo. Lo había hecho en otras partes. De modo que emprendí la subida por esa pared rocosa. Poniendo todo el empeño de que era capaz. Y más. La alegría me salía por los poros del cuerpo y del espíritu. Después de un rato de subida, tengo que decirles, comencé a notar que me faltaban las fuerzas. Paré un rato. Miré hacía el nido y aun estaba lejos, por lo que decidí abandonar el empeño. Mas cuando cuando me disponía a descender miré para abajo: ¡Jesús! ¡Casi me mareo! Demasiado lejos del nido y del suelo. Además me entró un cierto miedo:  bajar no se podía. Solo tenía una alternativa: subir, la cima estaba mas cercana. A no ser que quisiera matarme bajando...

-¿Y lo querías?... -apostilló Recio.

-Otra vez con eso... ¡Qué no !... ¡Joder!... ¿Me deja continuar?...

-Perdón. Sigue sigue.

-Y no, no quería matarme pero...

Miró a su suegro. En el rostro vio reflejada la incredulidad. Pensó que era inútil continuar porque su palabra era como humo... Valía menos que humo... 'menos quizás que el pedo de una hiena vieja'. Frase que leyó en un libro sobre animales africanos y repetía a menudo para indicar el poco aprecio que se tiene por una cosa.

-Me voy a duchar. Lo necesito -dijo interrumpiendo su relato.

... y ya en la habitación recien duchado le contó a ella aquel miedo que le entró al mirar para el suelo por lo que se vio obligado a seguir trepando pared arriba sin ocurrírsele por nada del mundo volver la vista abajo que por otra parte en el abajo ya solo se veía pinos y tiene que decirlo en esos momentos no se piensa ni en esposa ni en padres ni en nadie ni en nada solo en salvar el pellejo que estaba en peligro cierto de rasgarse para siempre y que cuando vio el nido más cerca casi al alcance de la mano lo que menos pensó era en el nido pues su mente estaba invadida por la idea fija de llegar a una plataforma que a la parte de la derecha se veía a pocos metros aunque se alejara del nido del halcón peregrino al notar que se le agotaban las fuerzas y que si ocurría eso era su final y que ese pensamiento esa  plataforma le insufló fuerza optimismo valentía para seguir  y entonces en esa preciso momento el halcón peregrino que estaba acechando hizo acto de presencia en un vuelo rasante que casi lo hizo desprenderse de la roca y caer al vacío y ¡joder desde casi cuarenta o cincuenta metros! empequeñeciósele el corazón lo que produjo un movimiento decidido por agarrarse a las rocas con más fuerza lo que hizo metiendo sus dedos en unas grietas con la fuerza de la desesperación y desde allí descubrió que poco más hacía la derecha en dirección a esa plataforma salvadora había un arbolito y  que pensó cómo podría llegar hasta su tronco porque si lo lograba treparía por el tronco cuya cima daba casi a un saliente que tenía algo de tierra y desde allí a la plataforma había calculaba unos pocos metros fáciles de escalar y eso hizo si bien antes el predador peregrino volvió a asomar su vuelo peligroso en varias pasadas aunque con menos peligro porque ahora se hallaba ojo avizor y cuando veía aparecer su pico ganchudo apretaba su cabeza casi ocultándola entre las rocas en el hueco de ellas y el halcón no lograba alcanzarlo a riesgo de romperse la crisma en la roca y que quería decir que fueron pocos escasos metros y pocos escasos minutos en el tiempo hasta subir conquistando la plataforma pero que a él esos metros y minutos le parecieron infinitos de tal manera que cuando arribó a la dichosa plataforma nunca mejor dicho dichosa se sentó apoyando su espalda contra la pared de una roca y allí estuvo un rato largo hasta que logró aquietar sosegar tranquilizar su cuerpo y su alma y que podía dar fe constatar que ambos cuerpo y alma lejos de querer quitarse la vida habían hecho esfuerzos sublimes para consagrarla...

-¿De verdad, cariño?

-Esa es la realidad.

Su mujer le acarició el pecho recostándose la cabeza en él. Ángel mientras tanto acariciaba su pelo. Beatriz movió su cabeza y con la lengua le lamió un pezón haciéndole estremecerse visiblimente: se le puso la carne de gallina. -¿Te gusta? -Si -respondió casi tímidamente. -¿No estarás quejoso de mi? 

Ella paseó su mano pecho abajo hasta llegar a su pene y testículo. Arrimó su boca y le comenzó a lamer el miembro que se endurecía a ojos vistas. -¿Te gusta hacerme esto? -preguntó Ángel extrañado porque no había visto nunca hacer semejante a cosa a una mujer. A una mujer nunca. Si a los hombres. O a los niños. O a los animales. Pero a una mujer... -Bueno... Tampoco me disgusta. Es suave a los labios como un helado de fresa. Agradable.

Y se echó a reir. Sorprendiéndole a Ángel la risa de ella. Y esa sorpresa no pasó desapercibida a ella que después de lamerle el glande lo miraba sonriendo. -Verás... no te mosquees... es que me hace gracia ver como se te empina cada vez que te la chupo. Y volvió a reirse. -Si no te gusta no tienes por qué hacerlo. -Lo que quiero es que estés contento. Que no sufras por mi...

No recuerda ahora cuantos días estuvo en casa de sus suegros hasta volver a su pueblo. Menos de cinco. En esos días tuvo que contar su aventura del halcón peregrino muchas veces. Generalmente la narracción empezar así:

-Anda, Ángel, cuéntanos lo del pajarraco ese -le animaba uno. 

Luego el círculo de oyentes prorrumpía en sonoras carcajadas antes de comenzara a hablar. Y al final siempre los mismos comentarios sobre el gatillazo y sobre el suicidio del anterior marido de Beatriz, su esposa.

Hasta que un día le animó a narrar su ascensión al Risco El Suicida un individuo que, estaba seguro, ya se lo había contado días antes. Entonces se fijó en su cara burlona mientras hacía alusión a la impotencia del primer amante de su mujer. De repente Ángel le dijo:

-Si... Eso... Eso debe de ser tremendo para la hombría de un recién casado.

Y se levantó dejándolo con la palabra en la boca.

Marchó a casa de sus suegros y no volvió a salir a la calle.
Cualquier pretexto era bueno para no salir a la calle. Se pasaba todo el tiempo con su esposa, a la que contaba una y otra vez la escalada por la parte más empinada del ya mentado risco. Ella lo escuchaba poniendo suma atención en lo que decía, preguntándole, de cuando en cuando, sobre cierta parte que no entendiera del todo o que le agradara oír; como, por ejemplo: qué sintió cuando despertó después de su noche de amor, cómo tenía ella el rostro cuando la contempló antes de salir a pasear, de si estaba tapada o por el contrario dormía a pierna suelta, de si la besó o no, de si la acarició o no, y, si lo hizo, dónde la tocó y ella qué actitud tomó, tal vez se estremeció, le dijo alguna palabra, lo invitó a quedarse, o... porque no se acuerda apenas de nada, solo que le oyera entre sueños que se iba a dar un paseo. Y lo que si recuerda es que se ovilló en la cama porque sintiera que le acariciaban su 'chocho', esa fue la palabra que utilizara Beatriz riéndose, 'chocho'; con esa risa alegre y cantarina, que siempre era el comienzo de una serie de caricias y roces que acercaban los labios de ella hacia el pene del Ángel que se endurecía de repente y que a ella le producía una sonora carcajada a la que se iba acostumbrando; y que, ya, ahora, en lugar de desconcertarle, como antes, se estiraba y alargaba sus manos para acariciar los cabellos de la cabeza de ella; o bien ella ponía hincapié en que describiera el canto del halcón peregrino, su plumaje, el pico, el vuelo rápido rozando su cabeza, el peligro que pasó, en quién pensó, si pensó en ella, aunque fuera un momento, confesándole él que si, que pensó en ella, cómo no iba a pensar en ella, con lo que la quería y ella lo besaba y le daba las gracias; si bien para sus adentros se decía que, en este punto, se contradecía ya que unas veces decía que no había pensado en nadie más que en 'su pellejo', esa expresión utilizó 'su pellejo' cuando se lo contara la primera vez, pero que quizás, y apartaba esos pensamientos, no hubiera oído bien... y muchas más preguntas; al tiempo que declaraban una y otra vez amor eterno en aquellos días... nada del otro mundo en dos enamorados recien casados... de modo que así estuvieron esos días como en un nido, un nido de amor.

El cuarto o quinto día, cree, a la hora de comer, la televisión, en la segunda cadena, daba un reportaje sobre la vida de animales en la naturaleza como era costumbre; y como era costumbre un conocido ecologista narraba, con mucho detalle, los avatares acerca de la existencia del animal que hubieran programado; y un fotógrafo acercaba su objetivo al nido o madriguera del animal en cuestión; y al fotógrafo siempre le acompañaba otra persona.

El reportaje llamó la atención de los sentados a la mesa desde el primer momento por varios motivos: porque en este caso se trataba del halcón peregrino, porque los paisajes les resultaban conocidos y porque la persona que acompañaba al fotógrafo era Ángel.

El fotógrafo decía a los televidentes que, pocos días antes, le había llamado Ángel por teléfono comunicándole el hallazgo del nido del ave predadora, su intento fallido por llegar hasta él y cómo, ambos, con cuerdas, desde la plataforma del risco, conocido por esa zona como Risco del Suicida, habían llegado hasta el nido y habían sacado numerosas fotografías.

Beatriz miró a sus padres y a continuación a su esposo y exclamó:

-¡Anda, si es verdad todo lo que has contado! Mira, Ángel, eres tu.

Aquel, pensó, no podía ser él sino un monigote puesto por la televisión para rellenar el reportaje de pocos minutos. No podía ser su persona aquello que resumía en un breve instante sus inquietudes de macho en la noche de bodas, su salida del tálamo creyéndose un ser que no había dado la altura ante la hembra, porque la risa de ella cortaba de raiz sus ansias, porque la risa de ella le transportaba hacía un rincón de menosprecios y ridículos, tanto que quedó corrido y cortado por la risa de ella, o bien la risa le hacía deribar a su cerebro hacia especulaciones acerca de redes lanzadas por una hembra con objeto de ser mantenida, y, sobre todo, que su palabra valía menos que el pedo de una hiena vieja...

-Me voy a la habitación. Te espero -eso es todo lo que dijo el aludido.

Se fue rumiando la frase leída y aprendida en un libro sobre animales africanos acercándose a la conclusión de que es mejor hacer que decir. Los hechos quedan. Las palabras se van como el humo.

Beatriz desconcertada por las palabras de su esposo se quedó en la silla viendo la tele sin verla. Luego, indecisa, más que marcharse se deslizó en silencio, temerosa, y con un nudo en su garganta, donde su esposo le había indicado. Abrió la puerta y vio con sorpresa a su marido desnudo. Más salido que un garbanzal. Por supuesto, con el pene tieso. Angel la desnudó inmediatamente, nervioso, anhelante, casi con prisas, diciéndole:

-Hoy me voy a transformar en halcón peregrino. Voy a cubrirte una y otra vez para que nadie diga nada de gatillazos. Hoy van a ser otros labios, no los de tu boca, los que laman mi polla. Ponte de rodillas en la cama, cariño, te voy a joder al estilo halcón. ¡No! ¡No digas nada! Mejor así. En silencio. Las palabras valen menos que el pedo de una hiena vieja.

Aquel episodio lo almacenó en la faltriquera de su memoria para siempre. Con él llegó a la conclusión, creemos haberlo escrito varias veces, que su palabra no valía nada. Como humo. Menos. 'Menos que el pedo de una hiena vieja'. Una frase que leyó una vez en un libro, como ya hemos dicho, sobre animales africanos. Porque, aunque no era un hombre muy leído, le gustaba mucho la naturaleza y cuando su trabajo de escayolista se lo permitía leía todo lo que la biblioteca de su pueblo tenía sobre animales y plantas.

Eso, 'menos que el pedo de una vieja hiena' era el valor de su palabra, se repetía cuando lo recordaba. Aunque estuviera basada en hechos, como fue el caso que hemos narrado.

Otros, por lo que constató en el pueblo de su esposa, eran los dueños del valor de la palabra y la repartían conscientes de que se creería como verdad absoluta.

Fin

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