jueves, 27 de enero de 2011

José Mª Amigo Zamorano: Mano negra en el buraco



-'Bueno, ya veré'. 

Te respondí lo anterior en el último relato cuando me preguntaste que, en concreto, de cuál cosa iba a escribir en otra ocasión.
Dándole vueltas al asunto me acordé de algo que me contó un día un amigo y que estuvo a punto de costarle caro. Y, si mi memoria me es fiel, fue más o menos así:

"Estaba una mañana de invierno -empezó diciendo mi amigo- a finales de enero, mirando por la ventana, distraidamente, mientras me devanaba los sesos para ver si sacaban a luz algo que me pudiera servir para crear un relato. En esto estaba, cuando me acordé de lo que, algunas veces, pensé hacer; esto es: describir, con todo detalle, lo que veía por las cristaleras, por las distintas cristaleras de casas donde viviera o estuviera de visita. Una idea que me vino a sesera queriendo imitar unas narraciones de Martín Garzo, un escritor vallisoletano que me pareció, tras leerle esos escritos, digno de tenerse en cuenta; bien, ahora ya es un escritor conocido, al que, dicho sea en honor a la verdad, no le he seguido en absoluto, qué le vamos a hacer. Recuerdo vagamente que los capítulos tenían todos una estructura semejante; es decir: similares todas; las únicas diferencias -que yo recuerde- eran matices inherentes a personajes y a contextos. Creo que eran mujeres, o  parejas de novios, siempre. Algo de eso. No me acuerdo bien.

Bueno, pues pensé esa mañana, decididamente, llevar a cabo, aquel propósito de antaño, con las tres cristaleras que se abrían a mi mesa de comedor donde estaba sentado: por la cristalera de la derecha se veía un trozo de pared de ladrillo rojo, con dos ventanas, un solar abandonado con un árbol del que sobresalían algunas ramas de la tapia y a continuación una pared de una casa pequeña revocada con cemento; dicha pared tenía dos ventanucos que más parecían buracos; luego, la cristalera del medio dejaba ver el resto de la casa de ladrillos rojos, con sus ventanas y balcones; y por último la de la izquierda que se asomaba a una plaza y a numerosos bloques de viviendas.

Como hay que tener un orden, empezaría por la cristalera de la parte derecha, luego la del centro para terminar, como ya he dicho, en la izquierda.

La decisión de comenzar por el ventanal de la derecha se debió a que, en principio, reunía vistas interesante, para mi, no por el trozo de pared de ladrillos rojos, no; lo que más me llamó la atención fue la pared revocada con cemento, con el gris del cemento. A esa hora de la mañana, serían las once, daba el sol sobre ella y, entre la línea de caida del tejado y la línea sombra que proyectaba la casa de ladrillos rojos, sobre la fachada de cemento, circundaban una parte soleada con forma de trapecio regular. Y casi en medio del trapecio iluminado los dos buracos. De ambos buracos o ventanucos, en el de mi derecha aparecía una mano negra que sacudía algo. A esa hora de la mañana sería sin duda el polvo. Para completar el trapecio, que se ofrecía a mi vista, las ramas, desnudas de hojas, de un árbol que tenía el solar se ramificaba por toda la figura geométrica.

Por la plaza, que veía asomarse al ventanal de mi izquierda, pasaba la gente muy muy abrigada. Estaba la emperatura a 0 grados, aunque el sol radiaba esplendoroso, brillante, potente. Era, según el dicho de mi pueblo, 'un sol que escacha los cristales'. O eso me decía mi madre. Exclamando siempre a continuación:

-¡Qué frío hijo mío debe hacer por la calle!

Cosas de mi pueblo.

Volví a prestar atención al trapecio para comenzar la descripción detalladísima del cuadro. La mano seguía sacudiendo el polvo. O eso creía yo. De pronto, me acordé que allí vivía Ahmed, un marroquí muy amable, natural de Tanger, con el que había hablado en algunas ocasiones. Pocas, la verdad. Por cierto, cuando, en esos encuentros, iba con su mujer ella se apartaba un poco. Hembra a la que nunca, por la calle, le ví la cara totalmente. Las esconden a las miradas. Los árabes. ¿Sólo los árabes? 


Pues no. Hay mucho árabe o moro en todas partes. No te lo digo por decir. Para que veas que lo que digo tiene mucha razón puedo recordarte una conversación que tuve con un italiano. Venía yo en tren y comencé a entablar conversación. Estaba casado con una madrileña (que le acompañaba) del barrio de Vallecas. Daba clases en Italia en un instituto del sur de la bota. Una pequeña ciudad donde se conocían todos. Después de hablar de algunos escritores vino a detenerse en Dante y la Divina Comedia. Yo conocía algunos pasajes de memoria. Le dije que también yo daba clases, pero a niños pequeños. La conversación derivó hacia las relaciones de hombres y mujeres. Recuerdo que hice alusión a que acababa de llegar a un pueblo que estaba cerca de Madrid y que durante la mayor parte de los días de la semana, en los bares, solo había hombres. El ir yo con mi mujer era la excepción. La inmensa mayoría de los varones llevaba sus mujeres a los bares y restaurantes, si, pero el sábado y domingo. Sobretodo el domingo. A este profesor italiano le pareció raro lo que le decía. Pensaba que eso solo se daba en Italia y dentro de Italia en el sur. 


-En la ciudad en la que estoy ahora dando clases  está muy marcada la separación de hombres y mujeres. Es muy notorio la reclusión de las mujeres casadas. Incluso hay aceras para ambos sexos: los hombres van por una y las mujeres por otra. 


Para ilustrar esa separación, reclusión, aislamiento y marginación se refirió al caso de un compañero de instituto. De ideología avanzada, progresista. 


-Comunista para más señas. Una vez me invitó a su casa. Puedes creer que no me presentó a su mujer. La intuí tras los visillos de la ventana cuando ya, desde la calle, miré hacia una ventana de la casa. Oye, era comunista. Si. Pero una mentalidad de moro...


Picado por la curiosidad miré, con mayor atención, por ver si era ella la que sacudía el polvo y también porque no era normal que estuviese, o estuviesen, sacudiéndolo tanto tiempo. Mi vista no es ya lo que era y a esa distancia no percibo las cosas con la nitidez de antaño. Miré atentamente y llegué a la conclusión que sí, que era la mujer de Ahmed y no sacudía solo el polvo sino que me saludaba. Ya lo había hecho otras veces. Correspondí al saludo alzando la mano. Pero para no parecer demasiado descarado, o que me llamaran metomentodo, sinvergüenza, cotilla... Y, sobre todo, porque soy, eso si, un tímido incorregible, bajé la mirada casi avergonzado y un tanto nostálgico.
///
Bajó la cabeza avergonzado de acordarse aun de ella. Y para distraer el pensamiento de la hembra lo desvió hacia el marido: el ya mentado Ahmed.

(Antes de continuar diré que he cambiado la forma de redactar este relato porque podría no ser fiel del todo a lo que me contó mi amigo y si la historia les parece inverosímil échenme a mi la culpa, a mi mala redacción y no al suceso que me contara este amigo)

Ahmed era un hombre bondadoso de mirada bovina y comportamiento sumiso, casi dulce; un tanto untuoso, al parecer de mi amigo. Había hablado con él en varias ocasiones. Y casi siempre cuando mi amigo estaba paseando por la calle leyendo. Una vez -recordaba- le habló de su Tanger natal; allí había sido comerciante o vendedor ambulante, y pasaba muchas horas en su oficio delante de un gran restaurante. 

-Entraba y salía gente de postín. Famosos.

Como mi amigo no ha estado nunca en África, por lo tanto en Marruecos tampoco; y, por supuesto, a Tanger la había visto, si, pero en los puntos que los atlas marcan para señalar poblaciones; mas para darse pisto le habló de Mohamed Chukri, un novelista marroquí descarnado y directo. Entonces a Ahmed se le iluminó la cara: lo conocía: conocía a Mohamed Chukri.

-Era un hombre generoso y sabía mucho. Sabía mucho.

Por lo que pudo sacar en limpio mi amigo, Ahmed, sin embargo, jamás había leído nada del escritor marroquí. Lo supo con certeza porque, cuando le cito el caso que relataba Chukri en 'El pan desnudo': cómo su padre mata a su hermano retorciéndole el cuello; lo miró entre sorprendido e incrédulo y no se le ocurrió otra cosa que decir:

-Gente mala hay en todas partes.

Esa frase -según mi amgo- indicaba el temor a que lo clasificaran a él, a Ahmed, en ese sector de población del mundo. Es por lo que se comportaba de ese modo tan amable, tan servicial, tan atento, tan... A él, precisamente a él, ese proceder le parecía un poco empalagoso.

Tenía que reconocer que buena parte de la población marroquí -no todos, por supuesto, sería una exageración por su parte- se aislaba tras su idioma, su cultura y su religión. Los aborígenes les pagaban con la misma moneda no queriendo tener mas relación, llegado el día y la hora, que la necesaria para ir a cobrar el alquiler de la casa donde se alojaban. Ahmed, abriéndose a los vecinos, abordándolos en la calle, conversando con ellos, demostraba que no todos los extranjeros son lo mismo. De las veces que habló con Ahmed, si iba acompañado de su esposa, ésta se apartaba siempre un poco, sin decir nada. Solo miraba. Miraba interesadamente. Intensamente. Con el interés y la intensidad que parecían desprenderse de sus ojos negros, ¡negrísimos! 

Al recordarlos alzó la vista y miró de nuevo al buraco
.
¡No podía ser! Eso no era normal: la mano seguía agitándose. Miró con mayor atención: de cuando en cuando se aceleraba el movimiento, de tal manera que parecía desdoblarse. Era como si, desesperadamente, quisiera transmitirle algo: un mensaje de auxilio, un SOS que venía hasta él desde el buraco. Hasta el oído creyó percibir gritos. Achicó los párpados en un intento de descorrer oscuridades, de desvelar un misterio que, poco a poco, se le estaba metiendo en su carne como un bisturí, angustiándolo. Por el buraco no se asomaba nadie: todo el cuadrado era negro. Si bien, toddo hay que decirlo, la mano negra desmentía el vacio del hueco. Él adivinó que la cara de ella, envuelta en velo negro, se confundía con el negro del ventanuco. Pero los ojos, sus ojos, negros, despedían ascuas de angustia. Algo estaba sucediendo allá, en la casa de Ahmed. Y tenía que averiguarlo. 

Según su amigo, cuando le sucedió esto hacía ya varios meses que no veía al tal Ahmed. Llegando a creer, como lo creyó, que se habría marchado a su país con su esposa. Acontecimiento que, a él, le había tranquilizado por una parte. Esa parte tenía que ver con su esposa.

¿Cómo se llamaba? ¿Axa, Fátima o Marien? No recordaba el nombre que su amigo le dio. 

Llegado a esta parte del relato, tiene que contar, muy sucintamente, el encuentro que su amigo tuvo con la mora en el campo. Parece ser, a lo mejor se lo imaginó, que una mañana estaba paseando por el campo. Un día soleado. Con su libro. A veces lo leía, otras se sentaba mirando el paisaje y la mayor parte del tiempo solo andaba.  Le gustaba subirse a un pequeño risco. Y en este risco estaba, sentado, entre peñas. No se veía a nadie en derredor. Sintió ganas, con perdón, de orinar. Buscó unas matas y allí meó. Recuerda que se le había empinado el pene, el lector lo perdone, y sintió gusto, no lo puede negar, en acariciarlo. De repente, tras unas rocas, apareció una mujer. Llevaba velo en la cara. Él se abrochó rápido la bragueta y musitó:

-Perdón, señora.

Sin saber si la mujer le había visto sus partes pudendas. Lo más probable es que no, porque estaba tras la mata. Y dándose la vuelta prosiguió su paseo. No había andado unos pasos cuando oyó:

-Oiga, oiga. Señor, señor. ¿No me conoce? Soy... La esposa de Ahmed.

Cuando se enfrentó a ella se encontró con una mujer sin velo. Cabello al viento. Cara blanca. Muy blanca. Labios gruesos. Carnosos. Ojos negros que parecían sonreir. 

-¡Ah! Mucho gusto. No la había conocido. ¿Cómo por aquí?

-En busca de moras -y se rió.

Llevaba en la mano una cesta donde efectivamente echaba moras de las zarzas.

-Y Ahmed, ¿dónde anda?

-Vendiendo.

-¿Es vendedor?

-Toda su vida ha sido comerciante.

-¡Es verdad! Me dijo que en Tanger...

Y siguieron hablando. Solos. Defendidos del entorno por las rocas que, además, los aislaban del resto del mundo. Se sentaron uno frente a la otra. Mirándose. Sincerándose. Desinhibiéndose. Como amigos de toda la vida. Hablaban. Contaban. Se emocionaban. Reían. Narraban sucesos de sus pueblos. Algo tenían en común: eran de pueblos pequeños. Ella, sin previo aviso, y, al parecer, sin venir cuento, le dijo:

-Antes... me he estremecido de los pies a la cabeza.

-¿Cuándo?

-Me da vergüenza decírtelo.

-¿No sé por qué? Hemos hablado de todo y sinceramente.

-Bueno... Verás... Fue... Cuando estabas tras de la mata.

Lo que ocurrió despues -siempre según lo que me contó mi amigo- me van a permitir que me lo guarde por decoro; y porque, en el caso de que fuera verdad, no tengo derecho a divulgarlo; y, como parte del relato, no estoy seguro de su veracidad; ni tampoco de que se lo hubiera inventado.

Lo que si es cierto es que, a pesar de la alegría que sintió (por ver alejarse un problema) cuando creyó que la pareja marroquí habían retornado a su patria, nunca la olvido del todo. Ahora le volvía de repente en forma de mujer angustiada, de hembra en peligro y tenía que acudir a salvarla. Los caballeros españoles son así: caballeros que protegen a sus damas del peligro.

¿Pero de dónde brotaba el peligro? Ella vivía con Ahmed. Con nadie más. ¿Se habría enterado el marido de su encuentro en el campo con su señora? Y si fuera así, tal vez la estuviera pegando o amenazándola de muerte. Ella no tenía a nadie a quien acudir. Los familiares estaban, allá, en las montañas del Rif. El único conocido era él. Tenía, era su deber, que acudir en socorro y amparo. Para lo cual, primero tenía que bajar a la calle y luego, acercarse al buraco para saber a qué carta quedarse. Sobre el terreno se ven con más claridad los problemas. E incluso podría decírselo a la policía, porque era un caso claro de violencia de género. 

Decidido. Miró hacia el buraco. Los movimientos seguían insistentes. Por momentos aceleradísimos. Según se levantaba de la silla, cogía el abrigo, abría y cerraba la puerta, bajaba las escaleras, abría y cerraba la puerta de salida a la calle, iba pensando que Ahmed no podía ser así. No reunía las características que se le supone a un maltratador... Pensado esto ya se estaba arrepintiendo de su razonamiento, acordándose de aquel gitano tan simpático, tan dicharachero. Él era muy niño y los recuerdos de aquella época remota pueden no ser fieles, pero lo que vio lo tiene grabado: llegaron a su pueblo un grupo de gitanos y su padre, que era alcalde, le dio permiso a que se establecieran, por unos días solo, en el pueblo; lo hicieron en los soportales de la iglesia; a cubierto de la lluvia.

-El jefe de ellos era, como ya te he dicho -contaba mi amigo- un hombre amable, simpático, sonriendo siempre a todo el pueblo; pero una vez, estando yo jugando con otros niños de mi pueblo en el atrio de la iglesia -siguió contándome mi amigo- contemplé cómo a una mujer gitana le dio un codazo que la tumbó al suelo sin inmutarse y así se fue hasta el bar sin mirarla siquiera, mientras ésta lloraba tirada en el suelo. De modo que Ahmed podría hacer lo mismo con su mujer. Ya se dice por ahí: marroquies y gitanos primos hermanos. 

En esto iba pensando mientras bajaba las escaleras de la su casa. Tan distraido se hallaba que resbaló en uno de los últimos peldaño cerca de la puerta de entrada y se dio de bruces con el picaporte. 

-Y menos mal que no me caí. Pero el golpe contra el picaporte me abrió una ceja y comencé a sangrar -y mi amigo señalaba con el dedo una cicatriz.

Salió a la calle sin preocuparte de la herida. Sangrando y corriendo. Dobló la esquina tropezando con un conocido, quién mirándole la cara le preguntó que qué le pasaba.

-¡Ahmed, Ahmed! ¡Allí, allí! ¡En el buraco! -le decía yo medio atontado señalando el buraco.

-¿Ahmed?... ¿Qué Ahmed!... El Ahmed que tu y yo conocemos se marchó de aquí hace ya cuatro o cinco meses.

Mi amigo, mientras oía lo que le decía el vecino, continuaba señalando el buraco.

Buraco donde un tordo, o grajo, aleteaba intentado entrar en el ventanuco. Su cuerpo, sus alas en mayor medida, proyectaban sombras sobre la pared iluminada por el sol.

Entre la línea recta del tejado y la sombra recta de la pared de ladrillos rojos, circundaban un trapecio regular iluminado por el sol.

El tordo, o grajo, a una palmada del vecino, se salió del ventanuco yendo a posarse, con otros, en las ramas del árbol que sobresalía de la tapia del solar abandonado.




miércoles, 19 de enero de 2011

VAMOS A PASAR DEL CABREO A LOS HECHOS: Apagón el 15

Este puede ser el comienzo, 
así lo he recibido y así os lo mando.

VAMOS A PASAR DEL

CABREO

A LOS HECHOS.



APAGÓN GENERAL


DÍA 15 DE FEBRERO

El DÍA 15 DE FEBRERO DÍA DEL CONSUMIDOR, apagón general de electricidad


en los hogares españoles a las 22 horas en señal de protesta


por la subida abusiva que ENDESA, IBERDROLA y FENOSA


han llevado a cabo en sus tarifas eléctricas.

La única forma que tenemos de luchar los consumidores


contra estas practicas abusivas,


es con medidas como esta por eso os convocamos


a seguir esta iniciativa Que comenzara a las 22 horas y durara 5 minutos.
CON SOLO 5 MINUTOS HAREMOS UN HUECO EN SUS ARCAS,


QUE SE ACORDARÁN DE TODOS A LOS QUE ESTÁN ROBANDO.!!!

!!!! OS ROGAMOS QUE LO HAGÁIS PASAR


AL MAYOR NUMERO DE CORREOS ELECTRÓNICOS!!!!!......

VAMOS A PASAR DEL CABREO A LOS HECHOS: Apagón el 15

Este puede ser el comienzo, así lo he recibido y así os lo mando.

VAMOS A PASAR DEL CABREO A LOS HECHOS.

APAGÓN GENERAL DÍA 15 DE FEBRERO

El DÍA 15 DE FEBRERO DÍA DEL CONSUMIDOR, apagón general de electricidad en los hogares españoles a las 22 horas en señal de protesta por la subida abusiva que ENDESA, IBERDROLA y FENOSA han llevado a cabo en sus tarifas eléctricas.

La única forma que tenemos de luchar los consumidores contra estas practicas abusivas, es con medidas como esta por eso os convocamos a seguir esta iniciativa Que comenzara a las 22 horas y durara 5 minutos.
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!!!! OS ROGAMOS QUE LO HAGÁIS PASAR AL MAYOR NUMERO DE CORREOS ELECTRÓNICOS!!!!!......

martes, 4 de enero de 2011

Historias de esclavos: Comprándose a si mismo (*)

La larga lucha del esclavo para comprarse a si mismo podría se el tema de un relato conmoverdor. A menudo podía significar una amarga decepción el que un amo se negara a aceptar tal acuerdo o en el peor de los casos que muriese sin haber llevado a cabo la transación a buen puerto; otras veces, sin embargo, el objetivo se lograba; como fue el caso de Charles White, un 'trabajador muy hábil y eficiente' que en cualquier parte hubiese sido útil, empezó su campaña en pro de su libertad en 1832, cuando solicitó permiso a su amo para prestar a otros sus servicios. Su propietario aceptó y White empezó a ahorrar todo lo que le quedaba después de haber pagado sus gastos y lo que al amo le correspondía. Y por el año 1841 la meta parecía estar a su alcance, tanto, que se había llegado a hablar ya de 'papeles emancipatorios' para White, que le envió a su amo 'testimonio de su inmensa gratitud y de lágrimas de alegría'. Sin embargo cuatro años más tarde le faltaban aun 80 dólares, pues, debido a su condición de esclavo, le costaba conseguir le pagaran el importe de lo que se le debía. Por fin, en 1847, a los 15 años, Charles White pagó el montante reclamado por su propietario y logró de esa manera sus 'papeles de emancipación'. Pocos podían vanagloriarse de haber accedido con tan gran honestidad a la calidad de hombre libre como en el caso de este herrero de Virginia.

(De la obra de Kenneth M. Stampp titulada 'The Peculiar Institution', 1956)

(*) Título nuestro