lunes, 29 de marzo de 2010

Edgar Lee Masters: HANNAH ARMSTRONG

Yo le escribí una carta pidiéndole por los tiempos de antes
la licencia de mi chico enfermo en el ejército;
pero tal vez no la pudo leer.
Entonces fui al pueblo donde hice a James Garber,
que escribía lindo, escribirle una carta;
pero tal vez se perdió en el correo.
Entonces fui yo misma hasta Washington.
Estuve más de una hora buscando la Casa Blanca.
Y cuando la hallé me echaron de allí,
disimulando sus sonrisas. Entonces pensé:
"¡Ah, bueno, ya no es el mismo que vivía en mi casa de huéspedes,
y él y mi marido trabajaban juntos
y todos le decíamos Abe, allá en Menard.”
Como un último intento me volví a un guarda y le dije:
“Dígale por favor que es la vieja tía Hannah Armstrong
de Illinois, que viene a verlo por su chico que está enfermo
en el ejército.”
Y bueno, ¡al punto me hicieron entrar!
Y cuando él me vio se echó a reír,
y dejó sus asuntos de presidente,
y escribió de su puño y letra la licencia de Doug,
hablando en el entretanto de los días de antes,
y contando historias.

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Autor: Edgar Lee Masters
Traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal

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Poesía Libre. Revista de Poesía. Ministerio de Cultura, Managua (Nicaragua) Año IV. Número 10, enero de 1984.

Responsable: Julio Valle-Castillo

Consejo Editorial:
Carlos Calero (Monimbó); Juan Ramón Falcón (Condega); Marvin Ríos (Niquinohomo); Cony Pacheco (Subtiava); Gonzalo Martínez (Bluefields); Gerardo Gadea (Ejército Popular Sandinista)

jueves, 25 de marzo de 2010

Iswe Letu: Una travesura de niño

Esto es lo que me contó un hombre:

"A mi me llaman Feliberto, el 'Modorro', -empezó diciéndome-, y, un día, de muy chiquillo, me escapé de casa. Ahora, ya adulto, no sabría decirle el por qué, cual fue el impulso que me movió a hacerlo. Lo cierto es que, una tarde, cogí la burra de mis padres, la arrimé a un poyo que había enfrente de la puerta del corral para ayudarme de él, subí al poyo, monté en la burra y marché al pueblo de mis tios que distaba unos tres kilómetros de mi casa. Aunque yo eso del kilometraje ahora lo sé, entonces no sabía de distancias métricas.

Al principio iba un poco tenso y nervioso por si el animal se espantaba tirándome al suelo. Mas como viera que caminaba muy tranquila se me fue la inquietud y comencé a fijarme en todo lo que se me ofrecía a la vista: los álamos que crecían a la izquierda del camino, junto a una poza, y que ya a esas alturas del año estaban dorando las hojas y se caían arrancadas incluso con poco viento, ¡cosas del otoño!, las viñas, de hojas amarillentas, escondían a duras penas los racimos dorados o las moradas uvas, los rastrojos recorridos por las ovejas que los limpiaban de los últimas espigas caidas en la siega... y el otero que se elevaba majestuoso al fondo en forma de parva. Yo sabía que llegando a él habría andado la mitad del trayecto y, por lo tanto, estaría más cerca de la casa de mis parientes.

¡Ah, la casa de mis tíos! Quizá esa fue una de las razones que me llevó a escaparme de la mía. La casa de mis tíos era grande. Bueno, yo de grande o pequeño poco sabía, aunque si comprendía que se estaba mejor que en la de mi madre cuyas paredes estaban agujereadas por buracos y las puertas agrietadas por las que se colaba el frío en invierno y el calor en verano; además caían goteras en la cocina cuando llovía. Seguí, camino adelante, mirando de cuando en cuando el otero, del que comentaban que en su cima vivía la gallina de los huevos de oro.

Me puse a cantar. Porque cantando se espanta a los malos espíritus. A su peligroso proceder. Pero de espíritus, eso si me acuerdo, tengo que decirle que los sentía como si fueran unos seres amenazadores, malignos, sin haberlos vistos nunca. Porque nunca los había visto. Aunque sólo de pensarlos me daba miedo. Me di cuenta de pronto que íbamos cuesta abajo porque me escurría hacia adelante casi al cuelo de la burra y dejé de cantar. Por un instante pareció como si el cantar sonara en mi oído cada vez más debil, así como si se alejara poco a poco de mi y me dejara solo. Y solo me dejó. Se hizo entonces el silencio. Tan solo se oía el paso de la burra en el suelo del camino que en ese tramo era un arenal.

-¡Sooo! -exclamé.

La burra se paró. Yo me moví encima de la burra hasta colocarme más atrás del cuello. Tenía miedo de que el animal lo agachara y me cayera. Miré en derredor. Nadie. No había nadie. Estaba yo solo, el campo amarillento y el otero a la derecha, a mi espalda elevándose mayestático. Unos grajos pasaron chillones. Me asusté. Quisé volver. Pero si daba marcha atrás tal vez se hacía de noche antes de llegar a mi casa; además, estaba ya muy lejos y el sol se iba poniendo por el horizonte. El pueblo de mis tíos no estaría lejos. Lo sabía porque el otero lo había dejado atrás. Arreé a la burra. Y trastumbar una cuesta apareció el pueblo lo que me llenó de alegría. Me guié por la la torre de la iglesia al saber, como sabía, que la casa de mis tíos estaba cerca de la iglesia.

Me recibieron con muestras de cariño. Asombrándose de que, siendo tan niño, hubiera logrado llegar solo hasta allí. Luego me hicieron muchas preguntas hasta que averiguaron que había venido sin permiso de mi madre. No les gustó nada, me riñeron (no mucho) diciéndome que allí, en mi casa, estarían muy preocupados mi madre, mi hermano y mi hermana. El tío Práxedes, que así se llamaba, dijo que si no fuera tan tarde -estaba empezando a oscurecerse y se haría de noche por el camino- él me hubieran llevado de vuelta a casa. O mejor: se hubiera acercado a casa de mi madre para decirle que yo estaba con ellos.

-Bueno, no hablemos más, lo haré mañana -concluyó mi tío.

-¡Mira que si te hubieras encontrados con uno de esos maquis o rojos!... ¡Quita, quita!... Solo de pensarlo se me ponen los pelos de punta... -dijo mi tía Eufrasia- ¡Dios mío!... ¡Estos niños de hoy!...

Mis primos Afrodisio y Clemencia -esa fue quizás otra de las razones por las fui al pueblo, por mis primos- me llevaron al sobrado y estuve jugando con ellos hasta la hora de cenar. Cerca de la mesa del comedor estaba la lumbre del hogar que tenía una ancha chimenea. Se estaba muy calentito allí. Y no sé como lo hicieron... lo cierto es que por la campana de la chimenea apareció un paquete que iba bajando poco a poco. Mis primos y yo observábamos bajar el bulto arrobados. Dentro había caramelos.

-Toma, para tí -dijo mi tío Práxedes- Es un regalo que te hacen los ángeles al saber que te has arrepentido de haberte marchado de casa sin permiso de tus padres.

Lloré de alegría. Para que me olvidara de todo jugamos a la oca. En esas estábamos cuando, ya muy tarde, llamaron a la puerta. Mis tíos se asustaron. Mis primos también. Y yo. Y más cuando se abrió la puerta y una voz ronca, que conocía muy bien, exclamaba:

-¡Tíos!, no se asusten, soy Macario, vuestro sobrino, ¿no estará mi hermano aquí?

En el umbral de entrada a la cocina se destacó enseguida, echo una furia, mi hermano Macario.

-¡Mira donde está! ¡Me cago en el dios apolo bendito! Todo el pueblo buscándolo por el campo... ¡Lo mato!

Y se acercó levantando la mano con intención de darme una buena paliza. Pero mi tío, poniéndose delante, lo impidió. Yo lo miraba a él y a mi hermano alelado y temblando de miedo. Hubiera preferido en esos momentos estar bajo tierra. Durante algún tiempo estuve como ausente. Cuando pude ver claramente lo que sucedía, mi hermano, mas calmado, explicaba que, al no aparecer yo, como siempre lo hacía, a merendar, se extrañaron. Extrañeza que pasó a preocupación, incrementándose con el transcurso del tiempo. Hasta que, llegada la noche, todo el pueblo se movilizó dando batidas en la oscuridad. Voceaban a grito pelado mi nombre. Temían que me hubiera caído en algún pozo de los muchos que había por los alrededores del pueblo.

-Claro, claro. O que lo hubieran raptado rojos o maquis -agregó mi tía.

-Esos rojos o maquis, quienes fueran -pensé en aquel momento- debían de ser temibles... el peligro que había pasado por el camino montado en burra en dirección a la casa de mis tíos... Y yo tan tranquilo cantando... Mi hermano se fue como vino y, aunque más sosegado, aun echaba chispas por sus ojos. Montó en su caballo y pronto se perdió el galope en la noche cerrada. Por la mañana retornó y me devolvió a mi pueblo. Dándome, eso si, unos azotes. Y ahí se quedó mi aventura.

Bueno, pues verá used, fue ese episodio de mi vida el que me hizo descubrir a rojos y maquis; es decir: el miedo a gente desconocida. Si bien ya tenía yo otro miedo: miedo a la pareja de la Guardia Civil. Pareja de guardias con sus negros y brillante tricornios que se apostaban, escondidos en la noche, por recodos del camino. Era otro miedo. Un miedo a gente de carne y hueso. Con sus negros mostachos. Gente que vive y come. Gente conocida. Miedo del que nadie hablaba en voz alta y todos lo sentían.

Mi hermano trabajaba en una empresa de resinas. La Resinera la nombraban. De modo que dejó el caballo en la cuadra junto a la burra y se marchó al trabajo. Mi madre -llamada Capitolina 'La Pinticas' que habrá usted oído hablar de ella y si no sabe lo del mote luego le cuento por qué la apodaron así- me cogió en sus brazos. Me acarició. Lloró y lloré. Y cuando pasó un rato me miró y dijo:

-Hijo, no vuelvas a escaparte. Nos has hecho sufrir mucho pensando si te habría pasado algo.

-No volveré a irme. Lo juro. Por estas -y puse dos dedos en cruz-. Mamá, ¿quienes son los maquis y rojos? ¿son muy malos?...

-Dicen que son malos... Eso dicen... Cuando seas mayor lo entenderás... -contestó llorando desconsoladamente.

-No llores, mamá. No volveré a escaparme.

-No hijo, no te vuelvas a ir porque... Lo que si vais a hacer es lo siguiente -y llamó a mi hermana Rosalina que era mayor que yo, me cuidaba, me defendía y jugaba conmigo-: si aparece un desconocido por aquí, rojo, maqui o quien sea, tu hermana y tú os escondéis enseguida, allí, en el caseto, el que está junto al corral y la cuadra.

-Vale, mamá, así haremos -respondió mi hermana.

Como le he dicho mi hermana me cuidaba, me defendía y jugaba conmigo sobre todo cuando mi madre iba al pueblo de compras o a ver a mi abuela; o cuando ambas se marchaban a un huerto que teníamos cerca del arroyo. A media mañana mi hermana y yo estábamos cogiendo níscalos, cuando oímos pasos de caballería y corrimos a escondernos en el caseto que nos dijo la madre. Era la pareja de la Guardia Civil. Cuando venían a casa, y lo hacían a menudo, mi madre se ponía muy nerviosa. Les tenía miedo. Nosotros también. Llegados a la casa, se apearon -los veíamos desde el caseto-. Llamaron a la puerta y, mientras uno se quedó fuera, el otro entró dentro de la casa. Yo me imaginaba a mi madre aterrorizada, temblando y al guardia civil escudriñando cada rincón de la casa diciéndole:

-¡Eh! ¿No tendrás a nadie escondido? Y mi madre: -¿A quién iba a tener? No, señor. Si por aquí no pasa nadie. -¡Mentira! El otro día dicen que vieron a alguien... -Malas lenguas, señor comandante. -¡Sargento, coño, sargento!

Tenía yo al guardia civil y a esas palabras en mi cabeza. Habíamos contemplado la escena mi hermana y yo acurrucados debajo de la mesa de la cocina. Ovillados. Casi como estábamos allí en el caseto. Caseto desde el que veíamos al guardia civil salir de la casa diciéndole a mi madre:

-Ya sabes, si ves algo, avísanos. Y si no... atente a las consecuencias.

Montaron en sus caballos. Y las verdes capas de miedo se alejaron camino adelante.

Vino la abuela Cesarina al día siguiente y nos llevó, mejor nos arrastró, a mi hermana Rosalina y a mi a la escuela a pesar de nuestra resistencia a ir. De mi casa al pueblo donde vivía mi abuela y donde se hallaba enclavada la escuela había una larga caminata. Para mi, claro. -no sé si me entiende- Yo, entonces, de largo y corto poco sabía. Y ahora lo que sé -que no es mucho- es que eso no quiere decir gran cosa, pues lo que para unos es muy corto, para otros es largo. Lo cierto fue que a mi me pareció un camino largo. Y como no quería acudir a ese lugar llamado escuela... ninguno de los que iban allí era conocido mío... me pareció que al camino se alargaba aun más.

Los pinos parecía que acompañaban a mi andar, los pájaros se reían saltando de rama en rama, las ardillas saboreaban las piñas, muy serias, como si se apenaran por mi destino. Solo una víbora se puso de barricada, sinuosa eso si, para que no fuera a la escuela, en medio del camino. Mi abuela cogió un palo y le quiso atizar pero ella, con mucho tino, se deslizó sin hacer ruido entre la hojarasca del pinar.

También tengo que decirle que los pinos, ¡ah, los pinos!, me miraban muy serios, casi tristes. Los veía llorar resina que resbalaba a la cazoleta de barro que todos tenían muy cerca de la tierra. La resina es como la sangre de los árboles, pero a mi, camino de la escuela, me parecían lágrimas. Para que la resina manara le hacían un corte más arriba de la cazuela. Claro, herido, el pino sangraba y su sangre, su resina, caía en la cazuela que luego los obreros de La Resinera, entre ellos mi hermano, la recogían. Recuerdo que tanto a los árboles como a los animales que veía los saludaba con la mano como si me despidiera de ellos para nunca mas volver.

El maestro, Don Eliseo se llamaba, se mostró muy cariñoso a la puerta de la escuela. Y la maestra de mi hermana, Doña Clotilde, también a ella la acogió con mucho afecto. Me contó que todas las niñas la miraban. Y a mi los niños. ¡Qué vergüenza pasamos! Luego, ya dentro de la escuela, me presentó, no sin antes rezar y cantar... una canción que hablaba de camisas, bordados, muertes, estrellas y soles; elogió mi valentía por arriesgarme, solo, por esos caminos llenos de peligros, pero afeando a continuación mi conducta por desobedecer a mis padres; haciendo hincapié en los peligros que se encuentran por el mundo: toros sueltos, locos asesinos, culebras, tormentas... y sobre todo maquis o rojos que son lo peor: los enemigos de todos los españoles.

-Queridos niños, mucho cuidado con gente desconocida. Los rojos acechan por todas partes.

En el recreo me insultaron llamándome 'el maquis' porque me había escapado de casa. Me dejaron solo. Nadie quiso jugar conmigo. Incluso alguno me empujó. Yo le di un puñetazo en la nariz que lo dejé sangrando.

-Toma, por empujar a un maqui -le dije enfadado.

Y acudió al maestro a decírselo. Don Eliseo me regañó. Como si yo tuviera la culpa. Sin embargo, a mi hermana se le acercaron tres niñas con las que estuvo jugando.

Por la tarde... no sé ahora pero entonces no había escuela... por la tarde, mi hermana y yo, fuimos a recoger setas no muy lejos de casa, mientras mi abuela y mi madre caminaron al huerto a regar las plantas y recoger hortalizas.

Tengo que decirle que nuestra abuela nos había enseñado a distinguir ciertos hongos comestibles de los que no lo son. Si bien advirtiéndonos de que tuviéramos mucho cuidado a la hora de cogerlos porque había también semejantes a ellos y muy venenosos. Aprendimos la lección y siempre recogiamos los hongos que estábamos seguros que se podían comer; por ejemplo: los níscalos, porque su colorido anaranjado es inconfundible; los llamados apagacandelas, pues los que son grandes son los buenos, amen de los boletos y setas de cardo, los demás... ni los tocábamos. Había uno, por cierto, muy bonito y muy venenoso como la amanita, de color rojo y blanco; y lo mirábamos admirados y miedosos.

Cuando tuvimos la cesta a medio llenar, descansamos un poco viendo los pájaros volar entre las ramas de los pinos y luego jugamos al escondite; el graznido de una urraca nos sacó de nuestros juegos y reanudamos la tarea de la recolección de setas hasta colmar la cesta. Con mi hermana no era dificil llenar hasta arriba la cesta porque olía las setas. Pondré un ejemplo: como le he dicho estábamos sentados contemplando a los pájaros, cuando mi hermana me pregunta:

-¿No sabes dónde te has sentado?

Me levanté creyendo que debajo habría algún hormiguero o avispero.

Ves!

Comenzó a escarbar y aparecieron numerosos níscalos. Y es que los olía.

Dejamos la cesta junto al tronco de un pino y nos fuimos a un zarzal que tenía moras y que se hallaba fuera del bosque de pinos. Estaban muy ricas y nos pusimos morados, nunca mejor dicho. Satisfechos, nos sentamos en una roca. Desde ese lugar se veía el camino que conducía a nuestra casa y que allí se curvaba a la derecha para, tras doblar la curva, encaminarse a nuestra casa que estaba al fondo. Nosotros habíamos dejado la cesta más arriba porque desde allí se veía buena parte del camino y la casa. El sol perdía fuerza y comenzaba a refrescar la tarde de otoño. No obstante nos quedamos un rato más, sentados, contemplando la puesta del sol. Una ardilla subía por el tronco de un pino. Mi hermana se alzó la falda y se puso a mear detrás de mi, cerca del tronco de un pino. Yo oía el sonido del roce del meado al salir de su órgano como un bisbiseo -usted me entenderá porque es así como suena en todas las mujeres, digo yo-. Bueno, pues como le digo estaba oyéndola mear cuando de repente dijo:

-¿No oyes?...

Volví la vista hacia atrás. Mi hermana estaba de pie, con la falda remangada hasta casi la cintura. Espatarrada. De su vagina -entonces le decíamos como usted bien sabe seta y no vagina- goteaba aun orina. Se había quedado quieta, como petrificada. Dejó caer su falda y repitió:

-¿Oyes?...

Yo hasta entonces no había oído nada. Y con la visión de mi hermana que meaba y no tenía pito... pues... la verdad... no había captado nada. Pero ahora... si... si... oía pasos. Trepamos por entre las rocas y los pinos hasta más arriba cerca de donde habíamos dejado la cesta con las setas. Desde allí -como ya le he dicho- se veía más camino y nuestra casa. Efectivamente, a lo lejos, asomaba alguien que parecía traer alguna cosa en la mano derecha. Escondiéndonos. Sin hacer ruido. Cogimos la cesta y corrimos a refugiarnos en el caseto como conejillos a la madriguera. Por entre las tablas de la puerta veíamos acercarse a un hombre barbudo, malencarado, que traía una maleta en la mano. Temblaba yo de miedo. ¿Sería uno de esos maquis o rojos? Nos persignamos para que no nos descubriera.

-¿Y si nos descubre?... ¿Qué hará con nosotros?... ¿Nos matará?...

Mi hermana me abrazó diciéndome al oído como en un susurro:

-No te preocupes. Yo te cuidaré. No dejaré que te pase nada.

Eso me calmó un poco. No quería ni mirar y le preguntaba de vez en cuando que qué hacía el maquis. Ya daba por hecho que era un maquis. Mi hermana me decía lo que estaba contemplando por entre los tablones de la puerta del caseto:

-Se ha acercado a la puerta de casa. Mira a un lado y a otro. Llama. Aporrea. ¿Oyes?

-Si. ¡Oh, Dios mío! Le dice Capitolina. Asi se llama nuestra madre. La conoce. Le va a hacer algo malo. ¡Pobrecilla!

-Tranquílizate, que no está haciendo nada malo.

El hombre, tal como había dicho mi hermana, había llamado a mi madre por su nombre y como nadie respondía, dejó la maleta a la puerta y se marchó.

No sabíamos qué hacer, si permanecer allí escondidos o salir gritando ¡socorro! a ver si nuestra voz llegaba hasta el pueblo o al menos hasta los oídos de alguna persona que viniera a auxiliarnos. En esas incertidumbres estábamos y ya habíamos decidido, cagados de miedo, salir voceando de la madriguera, cuando vimos, asombrados, al hombre barbudo de la maleta entre mi abuela y mi madre.

Salimos del escondrijo con la cesta de setas.

Mi abuela me decía que besara al hombre, pero yo no quería. Me daba un no sé qué. No lo conocía de nada. Era un extraño. ¡Joder! Hasta podía ser un maqui. Pero resultó nuestro padre; padre al que no conocíamos de nada porque había estado preso varios años en unas minas de mercurio en Badajoz.

¡Un rojo!

Un rojo, como otros muchos, que había batallado en la guerra del 36/39 del siglo pasado en defensa del gobierno legítimo de la República.

Es decir, un derrotado que venía de pagar con creces su derrota."

Y colorín colorado. Así me lo contó y así os lo he contado.

martes, 9 de marzo de 2010

Adrian Meza Soza (*): "CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA" (1)

A Martin Luther King


Ha muerto un suelo.
Lo partieron en dos
en la puerta de un hotel.
Ha muerto un sueño
negro.
Ahora,
hay que erizar las manos
porque en Nueva York
existe una estatua
empuñando un garrote
que nos parecía antorcha.
¡Efectos ópticos de la Ciencia
ficción en el siglo XX!
Anda la rabia despertando
en Harlem,
y tocando a las puertas
de las casas.
Afuera todas las maldiciones.
Ha muerto un sueño
negro.


La Habana, Cuba, Agosto 1983
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Poesía Libre. Revista de Poesía. Ministerio de Cultura, Managua (Nicaragua) Año VI. Número 16, abril de 1986.

Responsable: Julio Valle-Castillo

Consejo Editorial:
Carlos Calero (Monimbó); Juan Ramón Falcón (Condega); Marvin Ríos (Niquinohomo); Cony Pacheco (Subtiava); Gonzalo Martínez (Bluefields); Gerardo Gadea (Ejército Popular Sandinista)
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(*) Poeta nicaragüense

(1) Agradecemos al Nóbel el préstamo del título

viernes, 5 de marzo de 2010

Las mentiras no han podido con Stalin


La alcaldía de Moscú quiere instalar carteles a la gloria de Joseph Stalin con motivo del 65º aniversario de la victoria sobre los nazis. Este hecho ha reavivado en Rusia la polémica sobre el dirigente bolchevique, que muchos siguen admirando. Diez carteles con el retrato de Stalin serán instalados "por expreso deseo de ex combatientes" en los lugares donde éstos se reúnen el 9 de mayo, entre ellos ante el teatro Bolshoi, en pleno centro de Moscú, precisó el jueves a AFP Vladimir Makarov, presidente del comité para la publicidad de la alcaldía de la capital.

Decisión incómoda incluso en las filas del partido Rusia Unida, del primer ministro ruso, Vladimir Putin. Estimando que se trata de una "mala decisión", el presidente de la Cámara Baja del Parlamento, Boris Gryzlov, un allegado de Putin, estimó que "no fue Stalin el vencedor, sino el pueblo".

En cambio, el dirigente del Partido Comunista Guennadi Ziuganov, aplaudió la medida. "Si las autoridades toman esa decisión, será una decisión justa y valerosa", dijo.

Curiosa y, hasta cierto punto, lógica postura la de un dirigente de ese partido. Curiosa, porque el partido al que se refiere la noticia, que denigró de Stalin allá en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviétca cuando Kruchov, destapó toda la mierda de que era capaz sobre el llamado 'hombre de acero'; salieron entonces a la luz todas las posturas de los revisionistas emboscados en los aparatos del que fuera glorioso partido fundado por Lenin. Y decimos lógica porque, ahora que los nuevas generaciones sufren en carne propia las políticas que han propiciado todos y cada uno de los que echaron tanta mierda sobre Stalin y reivindican su memoria, en una actitud oportunista se ven obocados a posicionarse a favor de homenajear su memoria de lo contrario se verían aislados con peligro de desaparecer; y con su desaparición se les acabaría el modus vivendi y el modus tragandi.

El ex presidente soviético y artífice de la 'perestroika' Mijail Gorbachov denunció, por su parte, una tentativa de glorificación de Stalin. "Ciertamente, no podemos borrar a Stalin de la historia de la Gran Guerra patriótica (como llaman en Rusia a la librada durante la Segunda Guerra Mundial), pero no hay que olvidar que el país no estaba preparado para la guerra", dijo.

El tema aparecía el jueves en primera plana de varios periódicos rusos."Stalin en la ciudad", tituló el diario liberal Vremia Novostei. "Moscú podría convertirse en Stalingrado en mayo", escribió Izvestia, periódico próximo del gobierno, mientras que el diario popular Tvoi Den optó por anunciar "El generalísimo al mando del desfile militar".

Makarov, responsable del proyecto, estaba el jueves a la defensiva: "Los diarios escriben cualquier cosa", dijo a AFP.

"No borramos las páginas sobre Stalin de los manuales de historia, no arrancamos sus fotos de los libros, su tumba sigue estando en la plaza Roja. Hay que recordar que fue él quien dirigió el país durante la guerra", alegó.

La actitud respecto a Stalin es ambigua en Rusia, donde es considerado a la vez como un tirano por parte de lo más reaccionario de la sociedad y como el artífice de la victoria sobre los nazis.

El presidente ruso, Dimitri Medvedev, resumió en octubre pasado la manera como debían conciliarse las dos facetas: "La memoria de las tragedias nacionales es tan sagrada como la de las victorias", dijo.

Pese a todo, más de la mitad de los rusos (54%) sigue admirando a Stalin, según una encuesta publicada en diciembre de 2009, con ocasión del 130º aniversario del nacimiento del dirigente soviético, muerto en 1953. Y es que las mentiras y toda la mierda que han echado sobre Stalin no han podido desmentir a la Historia con mayúscula.