lunes, 8 de enero de 2007

José Mª Amigo Zamorano: PRESENTACION DE SAMAD BEHRANGUI Y SU CUENTO


Presentación de Samad Behrangui y su famoso cuento 'Mahi Siah Kuchulu' (Pequeño Pez Negro)

Ofrecemos aquí, por primera vez, un cuento para niños. Creemos que es un cuento magnífico. Es de Samad Beh­rangui. Pero... ¿quién es Samad Behrangui? Pues un clásico de la literatura infantil iraní. Pero, con decir sólo esto no vale, hay que decir algo más.
Nació en una pequeña al­dea de Azerbaidján (Irán). Ejerció de maestro de niños por distintos pueblos de la zona. Y supo muy pronto com­prender y co­nocer la sociedad.
Escribió cuentos y algunos ensayos literarios. Pero sobre todo fue en cuentos "para niños" donde brilló con luz propia; "para ni­ños", si, pero, como decía un sabio, "sus histo­rias son es­critas para los niños, mas los adultos se inspiran en ellas".
Behrangui vivió en la pobreza y en la mi­se­ria, como la ma­yor parte de su pueblo, y esto le hizo des­cubrir muy pronto que su des­tino estaba ligado al de todos los oprimidos.
Fue consciente del deber de transmitir sus ideas, inquie­tu­des y cono­cimien­tos a los suyos, a pe­sar de los riesgos, ciertos, que esto lle­vaba consigo, como después se demostraría, desgra­ciadamente. Supo expresar todo eso por medio de cuentos e his­to­rias que llegaban a lo hondo de la conciencia de los le oían o leían. El régimen monárquico de los "sátrapas" dirigido entonces por el llamado "Sha de Persia", corrupto y sanguinario personaje, reco­noció enseguida lo "venenoso" de sus relatos.
En 1968, Behrangui desapareció sin dejar huella.
Tiempo después, si, se en­contró su cadáver en el río Aras, al norte de Irán. Había sido ahogado por la policía secreta iraní del "Sha", la siniestra SAVAK.
Pero sus cuentos para niños no dejaron por ello de ser populares en Irán; lo son ahora mismo. Su asesinato fue, por tanto, un acto tan criminal como inútil: no hizo más que au­mentar el prestigio, la fama, del escritor entre su pueblo. El más celebre de los cuentos es precisamente este, Mahi Siah Kuchulu (Pequeño Pez Negro); narra la historia de un pequeño pez que huye de su arroyo natal y parte en busca de un mundo me­jor. En el trans­curso de su viaje libra una heroica lucha contra Pelícano y Cuervo Marino que tie­nen aterroriza­dos a sus her­manos peces.
Tenemos que decir que lo transcribimos de un texto apenas legible sin pie de imprenta y sin especificar quien es el traductor (hay párrafos que no se le ven bien las palabras y hay que adivinarlas; otras que no se ven en absoluto y lo escrito es responsabilidad de un servidor. He añadido un pequeño párrafo (y lo indico); e igualmente es de mi responsabilidad la separación del cuento en capítulos.
Alguien dijo de él (de Samad Behrangui): "su verdadera obra maestra fue su vida". Ya en el cuento se puede leer, en boca del personaje prin­cipal, lo siguiente:
"La muerte puede abalan­zarse, ahora, sobre mí, ines­peradamente, pero, mientras pueda, no me enfrentaré a ella. Si un día aparece en mi camino, lo que acae­cerá, tarde o temprano, sin duda alguna, no me importara. Solamente tiene verda­dera im­portancia el valor que haya tenido mi vida o mi muerte para los demás..."


José Mª Amigo Zamorano, director de la revista ‘Caminar conociendo’


TOMADO DE LA PÁGINA I DEL SUPLEMENTO DE 'CAMINAR CONOCIENDO' 'FONTANA sonora'

Samad Behrangui: PEQUEÑO PEZ NEGRO-MAHI SIAH KUCHULU




Pequeño Pez Negro - Mahi Siah Kuchulu

(UN CUENTO PARA NIÑOS)

Por Samad Behrangui


Era la noche más larga del año.
Allá, en medio de profundas aguas, Abuela Pez había congregado a sus doce mil hijos y nietos a su alrededor, para contarles una historia que les sirviera para vida:






SIGUE A CONTINUACIÓN

A) INQUIETUD


a) Inquietud


Érase una vez un pez al que lla­ma­ban, allá, en sus aguas, Mahi Siah Kuchulu; es decir: Pequeño Pez Ne­gro. Vivía con su madre en un arroyo de aguas frías, claras y limpias que nacía, aguas arriba, del deshielo de la nieve, en las pa­redes ro­cosas de la montaña; y luego se precipi­taba en saltos y rápidos hacia el valle... pero esto él no lo sabía.
Su casa se hallaba detrás de una roca negra, cubierta con un te­cho de musgo suave, de color verde oscuro, que en días de sol ruti­laba como una esme­ralda y cuando el astro se ocultaba íbase vol­viendo negro como el miedo. De­bajo de ella pasaban las noches madre e hijo.
Mahi Siah Kuchulu, al que, nosotros, aquí, llama­remos Pequeño Pez Negro, siem­pre ha­bía de­seado que la luna alumbrara su sombría casa, aunque solo fuera una vez; pero hasta su morada, desgraciadamente, no lle­gaba nunca ni tan si­quiera un débil rayo de luz.
De la mañana a la noche, ambos na­daban juntos; y de vez en cuando, se con­gre­gaban con otros peces subiendo y bajando, bajando y subiendo, el curso del arroyuelo.
De los diez mil huevos que ha­bía puesto la madre, él era el único que se había salvado de los depredadores, en la lucha por la vida; el combate le había robustecido y, en ese momento, por qué ocultarlo, tenía una sa­lud de hierro; casi tan fuerte como las piedras del cauce que, nadando, tenía que sortear to­dos los días.
Sin embargo, desde hacía algu­nos días se le veía, cabizbajo, pensativo y ha­blaba muy poco. Se deslizaba, perezoso e indife­rente, nadando de acá para allá... y, con fre­cuencia, con harta fre­cuencia se apartaba, distanciándose de su ma­dre.
A Mamá Pez, la verdad, no le in­quie­taba mucho el anómalo comportamiento de su hijo, diciéndose para si, que serían lige­ras do­lencias; o, como mucho, enfermedades periódi­cas juveniles que duran contados días y se van sin apenas dejar huella.
Pero él no estaba, ni poco ni mu­cho, enfermo. Eso si, le preocupaba una cosa que solo él sabía, por eso estaba de talante tan huidizo y esquivo.
Una mañana temprano, antes de los primeros rayos de la aurora, se levantó de­cidi­do y, des­pertando a su madre, le dijo:
--¡Mamá!, necesito hablarte.
Ella, que estaba todavía medio dormi­da, le contestó:
--Hijo mío... ¿ahora?... déjalo para más tarde...
--No mamá, porque es preciso que me vaya ya. --Bueno, bueno, pero... ¿no prefie­res que vayamos a nadar juntos?
--No me refiero a hacer lo de todos los días, mamá... Repito: es necesario que me vaya.
--¿Necesario que te vayas?
--Si mamá.
--¿Y dónde quieres ir tan tem­pra­no?
Pequeño Pez Negro se lo explicó:
Quiero descubrir el final de este arroyo. ¿Sabes mamá?... una cues­tión me está preocupando desde hace va­rios meses: saber donde termina; y hasta este momento no he hallado una respuesta satisfactoria. Y no he dormido en toda la noche pensando conti­nuamente... De modo que he decidido irme yo solo, nadando a la ventura, hasta donde termi­ne esta corriente de agua. Quisiera saber lo que ocurre en otros lugares.


CONTINUARÁ

B) RAZONES


b) Razones

Su madre le contestó riéndose:
--A tu edad yo pensaba lo mismo. ¡Veamos!, este arroyo no tiene principio ni fin; lo que ves es todo lo que existe. El arroyo viene, se va corriendo y no termina en nin­guna parte.
--Mamaíta, todo tiene un fin: el día, la noche, el año...
--Déjate de discursos -le inte­rrum­pió su madre- Ahora se nada y no se dis­cute.
--No mamá, me aburre, sobera­na­mente, el no tener otra cosa que hacer que, subir y bajar, bajar y subir, el curso del arroyo todos los días. Está decidido: me voy a descu­brir otros lugares. Puede ser que pienses que alguien me ha inculcado todas estas ideas; mamá, lo que quiero que sepas es... que hace mu­cho tiempo que estoy pen­sando en esto.
Es cierto... hay muchas cosas que otros me han enseñado; por ejemplo: la ma­yoría de los peces, cuando son viejos, se la­mentan acerca de que su existencia no ha te­nido sentido. Amargados, gimen y maldicen todo. Mas yo quiero saber si la vida es algo mas que na­dar todos los días de un lado para otro hasta enve­jecer; o si se puede vivir de otra manera en este mundo.
Muy enfadada, casi enfurecida, la madre le respondió:
--Hijo mío, te has vuelto loco. ¡El mundo, el mundo!... ¿qué quieres decir?... El mundo no es más que esto: donde es­tamos. Y la vida no es más que esta: la que nosotros vivimos.

CONTINUARÁ

C) REACCIÓN


c) Reacción


Durante el tiempo que duró esta dis­cusión entre madre e hijo, se había ido apro­ximando lentamente un gran pez que, no aguan­tando más su cu­riosidad, gritó:
--¡Vecina!, ¿tan grave es lo que discu­tes con tu hijo para que levantes tanto la voz?... Es que no tenéis inten­ción de salir hoy.
Al oír estas voces, la madre, se asomó a la puerta de su casa, gimiendo:
--¡Qué tiempos! Ahora los hijos quie­ren enseñar a sus madres.
--¿Cómo es eso?
’--Mira lo que pretende este crío. In­siste en su deseo de ir a ver lo que pasa por el mundo. ¡Qué cosas!
La vecina se dirigió a Pequeño Pez Negro:
--Dime pequeño, ¿desde cuándo has frecuentado a los sabios y a los filóso­fos y no nos has dicho nada?
--Señora -dijo Pequeño Pez Ne­gro- yo no sé a qué llama usted un filósofo. Sola­mente sé que estos eternos paseos diarios me abu­rren. Quisiera no vivir sim­plemente sin meta ni razón; y también desearía no descubrir un día... un día... un día, cuando sea viejo como usted, que sigo siendo el mismo pez ig­norante que era cuando nací.
--¡OH!, ¡k.o.!, ¡Qué cosas dices! -ex­clamó la vecina enfadada.
--¡Jamás hubiera creído que mi único hijo se volvería así! -refunfuñó la ma­dre- ¡No sé quien lo ha vuelto tan desca­rado!
--Nadie me ha vuelto así, como usted dice; yo tengo cerebro y además... puedo ver con mis dos ojos.
--Hermana, ¿se acuerda de aquel ca­racol? -y algo le cuchicheó la vecina a su ma­dre.
--Tiene usted razón. Se trataba mucho con mi hijo. ¡Que Dios lo castigue!
Pequeño Pez Negro irritado gritó:
--¡Basta mamá! Era mi amigo.
--¡Ah, si!... ¿Has visto alguna vez que existiera amistad entre un caracol y un pez? -replicó la madre burlándose.
--Yo sí lo he visto... alguna vez... esa amistad entre un caracol y un pez -insistió Pe­queño Pez Negro- y vosotros habéis tratado de ahogarla.
--Son cosas del pasado -terció la ve­cina.
--Deberíamos matar al caracol; ¿has olvidado todo lo que te ha contado?
--Entonces tendríais que ma­tarme a mí también; porque yo digo las mismas co­sas
Aquí Abuela Pez interrum­pió su historia y dijo:--Qué queréis que os diga...


CONTINUARÁ

D) INERCIA


d) Inercia

Las voces habían atraído a otros pe­ces; y las palabras de Pequeño Pez Ne­gro, no puede ocultarse la verdad, habían moles­tado a muchísima gente.
Un viejo pez dijo amenazante:
--¿Crees que vamos a tener piedad de alguien como tú?
Y otro gritó:
--¡Lo único que necesita este joven son dos hostias bien dadas, nada más!
La madre respondió asustada:
--¡Váyanse, dejen a mi hijo tran­quilo!
--Escuche, señora pez, si no es capaz de educar a su hijo en la tolerancia, el respeto a los demás, la prudencia... educar como es debido, debe sufrir las consecuen­cias.
Y la vecina le espetó:
’--Me avergüenzo de ser su ve­cina.
--Para evitar lo peor, debería­mos exi­liarlo con el viejo caracol.
Pero cuando una multitud de peces se precipitó sobre él para atraparlo, sus ami­gos le rodearon estrechamente y lo salvaron. Su ma­dre se tapó la cara y se echó a llorar.
--Piedad, se llevan a mi hijo, ¿qué puedo hacer?
Pero Pequeño Pez Negro le gritó:
--Madre, no llores por mí; llora por esos pobre peces viejos.
Uno de ellos le contestó:
--No insultes, granujilla.
Otro gritando le amenazó:
--Si intentas volver, lleno de triste­za, nosotros no te recibiremos.
Un tercero le dijo conciliador:
--No te vayas, no son más que lo­cu­ras de juventud.
Un cuarto preguntó persuasivo:
--¿Qué te falta aquí?
Un quinto exclamó suplicante:
--¡Vuelve! No existe otro mundo más que este.
Un sexto proclamó muy objetivo:
--Si te vuelves razonable y te que­das aquí, nos demostrarás que eres inteli­gente.
Un séptimo levantó la voz entre bené­volo y resignado:
--Después de todo, nos había­mos acostumbrado a verte...
Mientras tanto su madre gemía acon­gojada:
--Ten piedad de mí, no te va­yas...
Pero a todo esto, Pequeño Pez Negro no tenía nada más que decirles. Al­gu­nos ami­gos de su edad lo acompañaron hasta el borde mismo de la cascada y después se volvieron. Al despe­dirse, les dijo:
--Adiós amigos, no me olvidéis.
--¿Cómo podríamos olvidarte? Tú eres quien nos has abierto los ojos y nos has enseñado cosas de las cuales no­sotros jamás nos hubiéramos preocupado. ¡Adiós, valiente e inteligente amigo!


CONTINUARÁ

E) ENCHARCADO


e) Encharcado

Nuestro Pequeño Pez Negro se des­lizó cascada abajo, cayendo en un charco. Al principio quedó un tanto aturdido, pero en­se­guida comenzó a nadar dando vueltas y vuel­tas alrededor del charco. Quedó maravi­llado, pues en toda su vida, nunca había
visto tanta agua junta. Estaba llena de re­nacuajos. Cuan­do vie­ron a Pequeño Pez Negro, gritaron burlándose de él:
--¡Eh! ¡Mirad esto! ¡Mirad esto!
--¿Qué clase de ser eres tú?
El Pequeño Pez Negro los exa­minó con mucha atención y les habló:
--No seáis desagradables, por fa­vor. Me llamo Pequeño Pez Negro. ¿Y voso­tros?
Uno de los renacuajos se pre­sentó:
--Nosotros somos renacuajos.
--Señores de la nobleza -com­pletó otro.
’--No existen seres más hermo­sos que nosotros en el mundo -aseguró un tercero.
Y un cuarto concluyó:
--Sí, claro, no somos tan feos y de­formes como tú.
Pequeño Pez Negro que los había escuchado pacientemente replicó:
--¡Quién hubiera pensado que fue­seis tan vanidosos! Pero... no importa. Perdo­no vuestra vacua y simple altanería porque sois unos ig­norantes.
Los renacuajos muy excitados gri­ta­ron todos a la vez:
--¿Quieres decir que no sabe­mos nada, que somos unos analfabetos?
--Si -afirmó Pequeño Pez Negro- y si no fueseis así de zotes, sabrías que existen en el mundo otros seres que también se sien­ten hermosos. Y por otra parte, vosotros... ni tan siquiera tenéis nombre propio.
Los renacuajos se enfadaron mu­chí­simo, pero como se dieron cuenta que tenía razón y no sabían que responder, cambiaron de táctica.
--Tú haces mucho ruido para nada; en cambio nosotros navegamos cada día por todo el mundo; y hasta hoy no habíamos visto a nadie más que a nosotros y a nues­tros pa­dres..., bueno..., a los gusani­tos..., pero ellos no cuentan.
--¡Será posible!, ¿cómo podéis hablar de nave­gar alrededor del mundo, si ni siquiera ha­béis sali­do de vuestro charco?
--¿Hay otro mundo fuera de nues­tro charco?
--Deberíais preguntaros, al me­nos, de donde viene el agua y qué hay fuera de ella.
--¿Qué significa "fuera del agua"? ¡Jamás hemos oído cosa igual!
--¡Ja, ja, ja! ¡Está completa­mente loco!
Y Pequeño Pez Negro también se rió con ellos de muy buena gana. Había lle­gado a la conclusión de que era mejor dejar a los re­nacuajos en paz y charlar un poco con su pro­genitora: tal vez ella...; y luego conti­nuar el viaje. Por eso preguntó:
--¿Dónde está vuestra madre?
El agudo croar de una rana lo asustó un poco. Estaba a la orilla del charco, encima de una roca; y saltó al agua, nadando hacia él.
--¿Me llamaba?... Aquí estoy. ¿Qué desea, se­ñor?
Pequeño Pez Negro muy edu­ca­da­mente respondió:
--Buenos días, señora.
Mientras hablaba, la rana iba acercándose poco a poco:
V)--¿Por qué haces grandes dis­cur­sos, ser primitivo? ¿Crees acaso que a los ni­ños se les pueden dar esos discursos? Dios es testi­go, y no miento, que he vivido mucho tiempo para saber que el mundo no es más que esta charca. Es mejor para ti que retomes tu ca­mino y dejes en paz a mis hijos.
A lo que respondió vivamente Pe­queño Pez Negro:
--¡Mira!, aunque vivas cien años más, mil años más... segui­rás siendo la misma rana ignorante y estúpida.
’ La rana se puso furiosa, salto hacia él, pero nuestro Pequeño Pez Negro se deslizó ágilmente hacia un lado, esca­pando como un rayo; removió el légamo y el charco se convir­tió en un torbellino de aguas sucias y malolien­tes.


CONTINUARÁ

F) DIALOGOS: 1º DIALOGO DE SORDOS




f) Diálogos

1º. DIALOGO De sordos

El valle se extendía serpen­teando por entre las montañas; el torrente se había en­sanchado bastante; visto desde arriba brilla­ba, en el fondo del valle, como un ondulante hilo de plata. El agua se separaba co­rriendo por ambos lados de una roca que, despren­dida de la montaña, había caído allí, en el centro mismo de la torrentera.
Sobre esta piedra, Lagarto, grande como la palma de la mano, estaba tumbado sobre el vientre y se calentaba al sol. Obser­vaba a Cangrejo que, gordo como un tonel, co­mía su presa (una rana pequeña) so­bre el fondo arenoso del río. Pequeño Pez Ne­gro al ver al Cangrejo se asustó y lo saludó desde lejos. Este lo miró de reojo...
--(¡Oh, qué pez más educado!) -pensó- Acércate sin miedo, pequeño.
--Quiero viajar por el mundo y no quie­ro ser la próxima comida de Su Majes­tad.
--¿Por qué eres tan desconfiado y tan miedoso?
--No, no te engañes, no soy ni lo uno ni lo otro, pero mi boca dice lo que me aconse­ja mi cerebro y lo que ven mis ojos.
Cangrejo se burló:
--Bueno, ¿tienes la bondad de ex­pli­carme qué han visto tus ojos y qué te dice tú cerebro para suponer que voy a comerte?
--¡Anda! ¡No te hagas el inocen­te!
--¡Ah!, piensas sin duda en esta rana; no seas tan infantil, pequeñajo. Estoy en gue­rra permanente con las ranas: las persigo, las acoso, las rodeo y...Se imaginan ser las úni­cas y más hermosas del mundo y yo quiero enseñarles quien es el verdadero dueño del mundo. ¿Ves, pequeño? No tie­nes por qué te­ner miedo de mí, ¡acércate, ven, acércate!
Después de estas palabras, se di­rigió lentamente hacia Pequeño Pez Ne­gro; quien, ante la rareza de su caminar, no pudo conte­ner su risa y explotó en una so­nora car­cajada.
--¡Ja, ja, ja! ¡Pobre desgraciado! No sabes andar correctamente y... ¿crees saber quien es el dueño del mundo?
Dicho esto, y... por si acaso... se re­ti­ró, prudentemente.
Luego una sombra se extendió por el agua. Una gran piedra cayó y dio en la ca­beza del cangrejo, medio ocultándolo en la arena. ¿Quién habría podido lanzar esa pie­dra?
Pequeño Pez Negro vio un pas­torcillo en la orilla de la corriente que los miraba con mucha atención a él y al Cangrejo.
Un rebaño de cabras y ovejas se aproximó al agua. Metieron ávidamente sus bocas para beber.
Sus balidos retumbaban ensorde­ce­dores en el agua y luego se extendían amorti­gua­dos y nostálgicos por todo el valle.





CONTINUARÁ

2º. DIALOGO DE SABIOS






2º. DIALOGO De sabios

Nuestro amigo pez esperó a que las cabras saciasen su sed y se alejasen un buen trecho de la orilla, para nadar hacia La­garto y pre­guntarle lo siguiente:
--Querido Lagarto, me llamo Pe­queño Pez Negro y quiero ir hacia el final de este arroyo. Pienso, tal vez me confunda, pero no creo, que tu eres un sabio y por eso quisie­ra consultarte sobre algunas cuestiones que me tienen muy preocupado.
--Puedes hacerlo; incluso pregun­tarme todo lo que quieras; o interrogarme... como un policía... y, si lo sé, ten por seguro que te responderé.
--A lo largo de mi viaje, me han di­cho varios individuos que tenga mucho cuida­do con Pelícano, Pez Espada y Cuervo Ma­ri­no. Si tú sabes alguna cosa al respecto, te ruego que me lo digas.
--Con mucho gusto: Cuervo Ma­rino y Pez Espada no viven en nuestras regiones; sobre todo Pez Espada, que es un pez de mar. El Pelícano, puede que lo encuentres por aquí. ¡Cuídate de él! ¡Desconfía de su astucia y de su peligrosa bolsa!
--¿Qué bolsa? -preguntó el pez sor­prendido.
VI--El Pelícano tiene bajo su pico una bolsa que puede contener mucha agua. Pone su pico abierto de par en par en el agua y los peces entran en la bolsa sin darse cuenta; y de allí pasan di­rectamente a su estóma­go. Pero si el Pelícano no tiene apetito, guarda los peces en su bolsa y se los come cuando le vuelve el hambre.
--Y, si un pez cae en su bolsa... ¿no tiene ninguna esperanza de salir?
--Sólo existe un medio: ¡es pre­ciso romper la bolsa! Te voy a dar un pu­ñal para el camino. Con la ayuda de este puñal te po­drás liberar.
Lagarto se deslizó introduciéndose ágilmente en una hendidura de la roca y volvió con un mi­núsculo puñal. Pequeño Pez Negro cogió el arma y le dio las gracias.
--No tienes nada que agrade­cerme -dijo Lagarto- tengo un montón de puñales iguales. Cuando tengo tiempo, me dedico a fabricarlos con espinas. Se los doy a los peces inteligentes como tú.
Extrañado, Pequeño Pez Negro, pre­guntó:
--Entonces, ¿han pasado, antes que yo, más peces por aquí?
--Muchos, realmente, muchos -res­pondió Lagarto- Con toda seguridad forman ya una enorme multitud, constituyendo un pe­ligro para el pescador.
--Perdóname, querido Lagarto, si no dejo de preguntarte. No creas que soy un des­vergonzado e insolente. Quisiera saber to­davía una cosa más: cómo hacen los peces para molestar al pescador.
Lagarto respondió:
--Como están muy unidos, con­si­guen llevar la red del pescador hacia el fondo del mar, en el momento en que él la lanza.
Luego, Lagarto, colocó su oído en la hendidura de la roca y escuchó.
’--Perdóname, Pequeño Pez Ne­gro, es necesario que me vaya ahora. Mis hijos aca­ban de despertarse.
--Trasmítele mis saludos.
--Lo haré. Y te pondré como ejem­plo de valentía, pues siendo tan joven tienes ya recorrido mucho cauce. ¡Buen viaje, amigo!
Y se deslizó en la hendidura hasta de­saparecer de la vista del pez.





CONTINUARÁ

G) CON EL AGUA AL CUELLO


g) Con el agua al cuello

Pequeño Pez Negro se puso en ca­mino, aunque deseaba haber estado más tiempo charlando con aquel Lagarto tan sabio, tan atento y tan cordial.
No cesaba de hacerse pregun­tas y mas preguntas: ¿el río desemboca realmente en el mar?, ¿qué se puede esperar si Pelícano es mas fuerte?, ¿Pez Espada, tiene real­mente valor para de­vorar a sus propios hi­jos?, ¿por qué Cuervo Marino es un ene­migo para noso­tros?...
Y rumiaba y rumiaba sus pen­sa­mien­tos mientras proseguía su avance por el agua. Cada paso hacia adelante encontraba cosas nuevas y sacaba nuevas conclusiones. Se sentía muy a gusto haciendo funcionar su ce­rebro. También encontraba un gozo exqui­sito en la acción; por ejemplo: ¡Era un verda­dero placer dejarse caer por las cascadas abajo! El calor del sol que sentía sobre su es­palda, le daba fuerza y vigor. En un lugar de su camino, y quedó muy extrañado, encontró a Gacela bebiendo con mucha prisa. La saludó:
--Hermosa Gacela, ¿por qué bebes con tanta premura?
--¡Ay, amigo! ¡La vida es muy dura! El cazador me persigue. Y ya me ha dado un tiro, ¡mira!
Pequeño Pez Negro no podía ver la herida, pero pensó que Gacela no mentía, al ver que cojeaba. En otro lugar las tortugas dormían la siesta, las cuales abrieron los ojos cuando él pasó como diciéndole "¡adiós, pe­cecito: buen viaje!"; y un poco más tarde, es­cuchó el eco del canto de las perdices en el valle, preguntándose qué sería eso. El aroma de las hierbas de la montaña flotaba en el aire y se mezclaba con el agua llegando a perfu­mar al pez que se resistía a seguir su andadu­ra, su navegación, atraído por ese olor agra­dable proveniente de fuera.
Por la tarde, llegó a un lugar donde la corriente se ensanchaba; ya no era el agua tan clara, tan limpia; corría por entre matas que sobresalían del agua; aquí y allá flotaban pali­tos, ramas y troncos; pájaros, libélulas, mari­posas y toda clase de insectos sobrevolaban la superficie; y volaban y saltaban de matas a troncos, de troncos a ramas en un bullicioso y arcoirisado ir y venir constante; el agua choca­ba con todos esos obstáculos que flotaban en su superficie, produciéndose ondu­laciones que, con el reflejo del sol, emitían lige­ros des­tellos, tal como si el río estuviera sembrado por cientos de diamantes. Había tanta agua que dis­frutaba de lo lindo. Se encontró con mu­chos peces. Desde que había dejado a su madre, no había vuelto a ver ninguno. Al­gunos rodeáronle con curiosidad.
’--Sin duda eres extranjero, ¿no es cierto?
--Si, lo soy. Vengo de muy lejos.
--¡Ah! Y, ¿adónde quieres ir?
--Hasta el final del arroyo.
--¿De qué arroyo?
--De este.
--Pero esto es un río. Nosotros, al menos, le llamamos río.
Pequeño Pez Negro se quedó ca­llado.
Un pececillo le preguntó:
--¿Sabes que el Pelícano te ha ace­chado en el camino?
--Si, lo sé.
Otro también le interrogó:
--Y, ¿sabes también que tiene una enorme bolsa para atraparte?
--Si, también lo sé.
--¡A pesar de todo, quieres con­ti­nuar! ¡Qué tío!
--Es necesario que lo haga -dijo el pez con absoluta determinación.
Lo mismo que se va ex­tendiendo la onda producida, por ejemplo, por el salto de un pez en el agua por toda la superficie del agua, así se propagó la noticia, por el banco de peces, de que un congé­nere negro venía de lejos y quería nadar hasta el final del río, sin tener miedo del Pelícano. Algu­nos pececillos estuvieron tentados de acompañarlo en su aventura, pero guarda­ron el secreto por miedo a los mayores. In­cluso al­gunos se excusaron:
--Si al menos no existiese el Pe­lí­cano, iríamos contigo, pero tenemos miedo a su bolsa.


CONTINUARÁ

H) UN INSTANTE INTIMO


h) Un instante íntimo


El río, mas tranquilizado ahora su curso, rodeaba una aldea acariciándola sua­vemente con la música callada de su fluir se­reno. Mujeres y jóvenes lavaban con gran al­boroto la ropa y los platos. Pe­queño Pez Ne­gro se paró un rato a escuchar el alegre cha­poteo y a observar a los niños que, gritando, riendo y
saltando, se acercaban desnudos a bañarse en el río. Después, continuó su camino.
Nadó sin parar hasta que llegó la no­che oscura. Se acostó bajo una piedra para dormir. Hacia la media noche, se despertó, sorprendido y alar­mado de que hubiera tanta claridad en plena noche; y vio cómo la luna re­flejaba en el río su luz blanca como la leche. Pe­queño Pez Negro quería mucho a la luna. En su casa, en estas noches de luna, como ya hemos dicho, siempre había deseado salir de su estrecha vivienda de roca y musgo para hablarle, pero su madre siempre lo había meti­do en casa, obligándolo a acostarse y dormir. Ahora, na­daba hacia la Luna diciéndole:
--Buenas noches, mi querida y her­mosa Luna.
--Buenas, Pequeño Pez Negro -res­pondió la Luna- ¿Qué haces aquí?
--Viajo por el mundo.
--El mundo es demasiado gran­de, para que puedas recorrerlo entero.
--No es necesario, sólo iré tan lejos como pueda.
La Luna pensativa, dijo:
--¡Ay, amigo! Me gustaría estar con­tigo hasta el amanecer, pero una nube muy grande viene hacia mi y va a oscure­cer mi luz.
--Querida Luna, me agrada tanto tu brillo, que me gustaría que pudieses alum­brarme durante toda la vida.
--Pequeño Pez Negro, en reali­dad, yo no tengo luz propia, el sol me presta la suya y yo la reflejo hacia la tierra. ¿Has oído decir a los hombres que quieren aterrizar en mi suelo?
--¡Pero eso no es posible! -dijo el pez.
--Es duro y difícil -respondió la Luna- pero... cuando a los hombres se les mete una idea en la cabeza...
La Luna no pudo terminar su frase. La nube negra la cubrió por comple­to, volvió a reinar la oscuridad y nuestro amigo volvió a encon­trarse completamente solo. Miró atenta­mente la oscuridad un rato, como petrifi­cado; luego, dando un coletazo, se deslizó bajo la piedra y volvió a dormirse.
Despertó al alba como siempre. Se sentía henchido de contento. Y sabía por qué: sus ojos aun guardaban en sus cuencas la luz amada de la Luna; y en sus oídos resonaban las palabras de su amiga. Tardó en darse cuenta que otros sonidos penetraban también: eran murmullos, cuchicheos de algunos pe­cecitos que nadaban muy cerca de él. Cuando se dieron cuenta que había despertado, grita­ron a una con vivísima alga­zara:
--¡Buenos días.
Los reconoció enseguida.
--¡Buenos días, compañeros! Por fin, os habéis decidido a venir conmigo.
--Si -dijo un minúsculo pececillo- pero aun no hemos perdido nuestro miedo.
--El pensamiento del Pelícano no se nos va de la cabeza -añadió otro.
--Pensar, pensar... no hay que pensar tanto. Puestos en camino se quita el miedo.


CONTINUARÁ

I) UN PAJARO DE CUIDADO


i) Un pájaro de cuidado


Cuando quisieron reemprender la marchar, el agua se agitó a su alrededor y grandes olas se encrespaban en torno a ellos. Una tapadera los encerró y en unos instantes todo se fue volviendo más os­curo que noche de tormenta. No había ninguna salida posible. Pequeño Pez Negro comprendió de inmediato que estaban aprisionados en la bolsa del terri­ble Pelíca­no e intentaba animar a sus jóvenes com­pañeros:
--Amigos míos, estamos en la bolsa del Pelícano, pero aun podemos es­ca­parnos.
Los pececillos se pusieron a llo­rar y a gemir:
’--No hay esperanza. Es culpa tuya. Tú fuiste quien nos entusiasmó. El Pelícano nos comerá a todos.
De repente, una carcajada terri­ble agitó el agua. Era la risa del Pelícano:
--¡Ja, ja, ja! ¡Qué hermosos pe­ceci­tos he atrapado! ¡Realmente, me partís el co­razón, y no tendré valor para comeros!
--¡Excelencia, señor Pelicano! -gi­mie­ron los pececillos- Hemos oído hablar muy bien de usted; si tuviera la bondad de abrir un poco su hermoso pico, para que pudiéramos salir, rogaríamos por los siglos de los siglos a Dios para que lo proteja.
El Pelícano los consoló:
--Tranquilos, no quiero comeros por ahora. Todavía tengo numerosos peces en re­serva. No os miento: mirad ahí, debajo de vo­sotros...
Algunos peces, tanto grandes, como pequeños, yacían debajo de ellos en la bolsa. Y los pececitos, más angustiados aun al con­templar un espectáculo tan macabro, au­men­taron sus gemidos:
--¡Excelencia, señor Pelicano!, no hemos hecho realmente nada, somos ino­cen­tes; este pez negro, que está junto a nosotros, nos ha entusiasma­do con su palabrería enga­ñosa, trayéndonos por este mal camino.
--¡Callad, estúpidos! -gritó nues­tro amigo al ser acusado- ¿pero vosotros creéis que este pájaro astuto e hipócrita es la bondad personificada? ¿Para qué le pe­dís piedad?...
--No sabes lo que dices -res­pon­dieron los pececitos- Verás, como, más pronto que tarde, Su Excelencia, el señor Pelicano, nos perdonará generosamente la vida y a tí, en cambio, te castigará.
--Sí, si -dijo el Pelícano- os per­dono, os perdono, pero... con una condición...
--Diga, díganos enseguida, Su Ex­ce­lencia, esa condición, para que la cumpla­mos.
--Mi condición es que estranguléis a ese pez negro, insolente y maleducado, que decís que está con vosotros, para ganaros vuestra libertad.
Pequeño Pez Negro se deslizó ha­cia un lado y les advirtió:
--No os fiéis de él; no veis que este conde­nado pájaro lo que quiere es que nos pelee­mos entre nosotros; tengo una idea...
Los pececillos estaban, además de trastornados, ciegos de miedo. Solamente pensaban en su vida y su libertad, y por eso se pre­cipitaron sobre Pequeño Pez Negro. El se escapaba siempre y decía tranquilamente:
--¡Callad!, ¡callad!... estáis de todas for­mas prisioneros y no podéis escaparos; además no valéis más que yo.
--Tenemos que estrangularte; que­re­mos nuestra libertad.
--¡Estáis locos! ¡Y ciegos! Aunque me es­tranguléis, no saldréis de aquí. No os dejéis engañar... ¡Qué digo!: no os engañéis.
--Solamente dices eso para sal­varte tú; no piensas para nada en nosotros.
’--Escuchadme. Voy a daros una idea: yo me hago el muerto y me coloco con los otros cadáveres; entonces ve­réis, veremos, si el Pelícano os libera o no. Y si no aceptáis mi proposición, ¡qué se le va a hacer!, os ma­taré a todos con mi pu­ñal, luego romperé la bolsa y me iré y voso­tros...
--Para, por favor -dijo uno de los pe­cecitos, interrumpiéndolo con grandes sollo­zos- no puedo soportar tus palabras... bua... bua... bua...
--Me pregunto por qué habéis em­pe­zado a lloriquear -dijo Pequeño Pez Negro y, de un golpe, sacó su puñal y se lo enseñó a los pececillos.
Como no tenían otra salida, tu­vie­ron que aceptar su alternativa. Fingieron que re­ñían. Pequeño Pez Negro se hizo el muerto. Entonces los pececillos se diri­gieron hacia arri­ba diciendo:
--¡Excelencia, señor Pelícano! he­mos estrangulado al pez maleducado e inso­lente.
--Muy bien, muy bien... -les dijo el Pe­lícano riéndose- Ahora... como recom­pensa... no os dejaré en la bolsa... os tragaré vivos... ¡ja, ja, ja! ¡Qué hermo­so paseo daréis en mi estómago!
Antes de que los pececillos hu­bie­ran podido darse cuenta de lo que les espera­ba, se deslizaron, como en un tobogán de muy pro­nunciado desni­vel, a lo largo del cuello del Pelícano y... de esta manera perecieron.

J) LUCHANDO


j) Luchando


Sin perder tiempo en inútiles vaci­la­ciones, Pequeño Pez Negro, blandió rápida­mente su pu­ñal, rompió de un solo tajo la bolsa y se es­capó. El Pelícano dio un grito de dolor, se lanzó de cabeza al agua, pues no renun­ciaba a atrapar de nuevo al pez.
Pequeño Pez Negro nadó sin des­canso hasta el mediodía. La montaña y el valle ha­bían quedado atrás y el río atravesaba ahora, con un fluir indolente, perezoso, can­sino, una llanura. Por ambos lados, habían ido llegando arroyos, vertiendo las aguas en su curso; y en­sanchando de esa manera el río.
Pequeño Pez Negro disfrutaba verda­dera­mente de tanta agua. Empero, de pronto, diose cuenta que el agua no tenía fondo. Es mas, nadando hacia la izquierda, luego hacia la dere­cha, y no encontraba la ori­lla. Había tantísima agua que estaba con­fuso, aturdido; com­pletamente desorientado; en una palabra: perdido. Nadara en cual­quier direc­ción que nadase, el agua parecía que no ter­minaba nunca.
Un enorme ani­mal se precipitó de re­pente sobre él, rápido como un rayo y arma­do de doble espada. Pequeño Pez Negro te­mió un instante que Pez Sierra lo cortase en troci­tos. Dio un salto, escapó y se fue a toda velo­cidad.
Des­pués de un momento, se zam­bu­lló para en­contrar el fondo del mar. Por el ca­mino, se tropezó con un banco de peces. Eran... uno, dos, tres, cuatro... cientos... miles y miles.. "¡madre mía, cuantos peces... más de un mi­llón!", pensó para si. Pequeño Pez Negro pre­guntó a uno de ellos:
--Amigo, soy extranjero, vengo de le­jos... ¿dónde nos encontramos?
--¡Mirad, uno nuevo! -gritó el pez inte­rrogado, llamando a otros; luego saludó a Pe­queño Pez Negro con estas palabras:
--Querido amigo, bienvenido al mar.
--Todos los ríos y todos los arro­yos, desembocan en el mar, aunque algu­nos ter­minan en los pantanos -añadió otro.
Y un tercero lo invitó:
--Puedes venir con nosotros.
Él estaba realmente contento de ha­ber llegado por fin al mar.
--Iré, pero es mejor, primero, que me de una vuelta por aquí, antes de reunirme con vo­so­tros. ¡Ah!, y la próxima vez que llevéis al fondo la red del pescador, me gustaría mu­cho estar con vosotros.
--Tu deseo se verá enseguida cumpli­do. Vete tranquilamente a explorar un poco los alrededores; pero si te aproxi­mas a la superfi­cie, ten cuidado con el Cuervo Marino, que estos días no teme a nadie. No nos deja un solo día en paz, si antes no captura a cua­tro o cinco peces.
Pequeño Pez Negro se separó del resto de sus compañeros y, al cabo de un rato, nadó, alegre y decidido, hacia la superficie del mar. Calentaba el sol. Los rayos se filtraban en el agua del mar. Pequeño Pez Negro sentía, cada vez con mas fuerza, la caricia templada del astro sobre su espalda. Contento, como se ha dicho, y sin miedo, nadaba y nadaba hacia arriba, diciéndose:
"La muerte puede abalan­zarse, ahora, sobre mi, ines­peradamente, pero, mientras pueda, no me enfrentaré a ella. Si un día apa­rece en mi camino, lo que acae­cerá, tarde o temprano, sin duda alguna, no me im­portara. Solamente tiene verda­dera im­portan­cia el valor que haya tenido mi vida o mi muerte para los demás..."


CONTINUARÁ

K) INTELIGENCIA


k) Inteligencia


No había terminado de pensar, cuan­do Cuervo Marino se precipitó sobre él, lo co­gió con su pico y se lo llevó. Pe­queño Pez Ne­gro, por más que batallaba, por más que se retorcía, no podía soltarse. Esta vez, si, el pá­jaro lo había agarrado fuertemente por la es­palda y casi lo ahogaba. ¿Cuánto tiempo po­dría vivir un pez fuera del agua? Deseaba ar­dientemente que el pájaro lo tragase ense­guida; de esa manera, podría vivir un poco más aunque fuera en la hu­medad de su estó­mago.
--¡Por qué no me comes vivo?... ¡Ah!, ¡ya sé!, porque crees que no pertenezco a la especie de peces que, cuando mueren, se vuelven ve­nenosos. Y quieres comerme tran­quilamente en tierra; pero te engañas, amigo, te engañas.
El pájaro aunque no respondió pensó: "¡Especie de pez maligno! ¿Qué pre­tendes?, ¿A qué juegas? Quieres ha­cerme hablar para poder escaparte..."
La tierra aparecía en lontanan­za. Se aproximaba más y más. Las cosas se veían cada vez mas grandes. "Cuando lle­guemos a la orilla, no habrá esperanza alguna para mí"
’Entonces se dirigió de nuevo al pája­ro:
--Sé que quieres llevarme para tus hijos, pero una vez que estemos en tie­rra, es­taré muerto; y, ya sabes, lleno de ve­neno
¿Es que no tienes compasión de tus hijos, que mo­rirán envenenados?
Cuervo Marino lo pensó mejor: "Por si acaso, voy a ser prudente y a comerte yo mismo; atraparé otro pez para mis hijos". Y prosiguió diciéndose: "Escúchame, ¿no trata­rás de hacerme una jugada? ¡Bah!, de todas maneras, no puedes hacerme nada."
Pensando en esto no se había dado cuenta de que Pequeño Pez Negro es­ta­ba in­móvil y mudo. Reflexionó una vez más: "¿Qué pasa? ¿Estará muerto? Entonces, ¿tampoco puedo yo comerlo? ¡Oh! ¡Maldita sea! ¿Me quedaré sin comer un pe­cecillo tan tierno?"
Y, siguiendo el hilo de su razo­na­mien­to, sin darse cuenta, gritó:
--¡Eh!... ¡Tu!... ¡Pequeñajo!... dime... ¿todavía te queda algo de vida para que yo pueda comerte?
X)No habían salido del todo sus pa­la­bras de la boca, cuando nuestro amigo saltó sa­liendo fuera por el pico abierto.
El pajarraco vio con asombro que el pez lo había engañado y, rabioso como es­ta­ba, decidió perseguirlo con más ahínco. Mien­tras, Pe­queño Pez Negro se ahogaba a la fuerza, respirando el aire como un rayo; y además estaba medio incons­ciente a causa de la falta de agua. Ya cerca de la superfi­cie del agua aspiró ansiosamente el aire húmedo del mar con su boca reseca.
Y al fin se zambulló en el mar.


CONTINUARÁ

L) CALLEJÓN SIN SALIDA


l) Callejón sin salida

Casi no había terminado aun de respi­rar de dentro de su medio natural, cuando el pájaro, llegando vengativo y veloz como una flecha, lo volvió a atrapar y se lo engulló ense­guida; tan rápido fue todo que Pe­queño Pez Negro no se dio cuenta, hasta que transcurrie­ron unos se­gundos, del al­cance real de lo su­cedido. A su alre­dedor, estaba todo oscuro, húmedo y tene­broso; en fin: un callejón sin sa­lida; y además, al­guien llora­ba desconsolada­mente en algu­na parte.
Sus ojos se habituaron lenta­mente a la oscuridad, descubriendo en un rincón un pececillo muy chiquito. Tenía la cara bañada en lágrimas e imploraba sin cesar a su madre.
Pequeño Pez Negro se aproxi­mó a él diciéndole:
--Levántate, pequeño. Harías me­jor, mucho mejor, en discurrir la forma de salir de aquí. ¿De qué te sirve llorar así?
--¿Quién... eres... res... tú...? No ves... ves... que... yo voy a... morir... -y si­guió lloran­do y hablando entrecortada­mente- ¡Ma... ma, mamá!... ya no podré hundir la red del pesca­dor hasta el fondo del ma... mar... con­tigo... ¡Mamá, ma... má!
--¡Por el amor de Dios! ¡Deja de ya de llorar! ¡Cállate de una vez! ¡Eres la deshon­ra de la especie de peces!
Cuando se serenó dejó de llo­rar, en­tonces Pe­queño Pez Negro le dijo:
’--Óyeme bien: voy a matar al Cuervo Marino y liberar a los peces de su san­grienta opresión. Pero antes, es nece­sario que te ayude a salir de aquí, para que abandones esa inútil actitud de lloroso co­mediante.
--Si tú también vas a perecer, ¿cómo quieres matar al Cuervo Marino?
--Con esto voy a rajar su estó­mago desde aquí -dijo sacando su puñal- Y ahora escúchame bien: me voy a mover por todos los lados hasta hacerle cosquillas al pájaro, cuando abra su pico para reír, tú saltarás afue­ra.
--¿Y tu que vas a hacer?
--No te preocupes por mi. Hasta que no pase bastante tiempo y haya ma­ta­do a este monstruo, no saldré de aquí.
Entonces Pequeño Pez Negro co­menzó a ir de un sitio para otro tirándose y retorciéndose en el estómago del ave. El pe­cecillo se colocó a la entrada del estó­mago del pájaro, listo para saltar.
En el instante en que Cuervo Ma­ri­no abrió el pico y se puso a reír a mandíbula ba­tiente sin poderlo resistir, el pe­queñín saltó, lanzándose hacia la liber­tad.
De repente, casi al mismo tiempo, y sin solución de continuidad, Cuervo Marino lanzó un horrible alarido, dio unas cuantas volteretas en el aire y se precipitó, como un fardo sin vida, como si fuera una piedra, en el agua. Aún se movió con algu­na fuerza en ella; luego flotó.
Pero Pequeño Pez Negro había de­saparecido y nunca, jamás, lo vol­vió a ver nadie...
CONTINUARÁ

Y Ahora a Dormir: la Lucha Continúa


Y ahora, a dormir: la lucha continúa


La Abuela Pez había termi­nado su historia. Se hizo un silencio ab­solu­to, casi sepulcral. Los ojos de los oyentes es­taban prendidos como imán de la boca de la narradora. Esperaban algo. Pero cuando se despegaron sus labios fue para de­cirle a sus doce mil hijos y nie­tos:
--¡Y ahora rápidamente a la cama! ¡Es hora de dormir! ¡Hora de acos­tarse bien arropados para soñar con los angelitos!
--Abuela, no nos has contado lo que le sucedió al pequeño pececillo!
--¡Ah!, eso... eso os lo contaré mañana por la tarde, ahora es tiempo de dor­mirse. Buenas noches.
Y once mil novecientos no­venta y nueve pececillos de los doce mil, dieron las buenas no­ches y se fueron a dormir. La Abuela Pez, un poco can­sada por los re­cuerdos, por la historia y sobre todo por los años, se durmió tam­bién; pero un pez, precisamente Pequeño Pez Rojo, no podía conciliar el sueño, a pesar de los esfuer­zos que hacía para con­seguirlo.
Durante toda la noche dio vuel­tas y vueltas en la cama, e, inquieto, muy ner­vioso, no hizo otra cosa que pen­sar y venga pensar... en el mar.

FIN del cuento de Samad Behrangui (1938-1968)


CUENTO APARECIDO EN EL SUPLEMENTO 'FONTANA SONORA' DEL Nº 9 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO. SE PUBLICÓ POR PRIMERA VEZ EN CASTELLANO. HAY UNA TRADUCCIÓN AL EUSKERA PUBLICADA POR LA EDITORIAL TXALAPARTA