lunes, 8 de enero de 2007

I) UN PAJARO DE CUIDADO


i) Un pájaro de cuidado


Cuando quisieron reemprender la marchar, el agua se agitó a su alrededor y grandes olas se encrespaban en torno a ellos. Una tapadera los encerró y en unos instantes todo se fue volviendo más os­curo que noche de tormenta. No había ninguna salida posible. Pequeño Pez Negro comprendió de inmediato que estaban aprisionados en la bolsa del terri­ble Pelíca­no e intentaba animar a sus jóvenes com­pañeros:
--Amigos míos, estamos en la bolsa del Pelícano, pero aun podemos es­ca­parnos.
Los pececillos se pusieron a llo­rar y a gemir:
’--No hay esperanza. Es culpa tuya. Tú fuiste quien nos entusiasmó. El Pelícano nos comerá a todos.
De repente, una carcajada terri­ble agitó el agua. Era la risa del Pelícano:
--¡Ja, ja, ja! ¡Qué hermosos pe­ceci­tos he atrapado! ¡Realmente, me partís el co­razón, y no tendré valor para comeros!
--¡Excelencia, señor Pelicano! -gi­mie­ron los pececillos- Hemos oído hablar muy bien de usted; si tuviera la bondad de abrir un poco su hermoso pico, para que pudiéramos salir, rogaríamos por los siglos de los siglos a Dios para que lo proteja.
El Pelícano los consoló:
--Tranquilos, no quiero comeros por ahora. Todavía tengo numerosos peces en re­serva. No os miento: mirad ahí, debajo de vo­sotros...
Algunos peces, tanto grandes, como pequeños, yacían debajo de ellos en la bolsa. Y los pececitos, más angustiados aun al con­templar un espectáculo tan macabro, au­men­taron sus gemidos:
--¡Excelencia, señor Pelicano!, no hemos hecho realmente nada, somos ino­cen­tes; este pez negro, que está junto a nosotros, nos ha entusiasma­do con su palabrería enga­ñosa, trayéndonos por este mal camino.
--¡Callad, estúpidos! -gritó nues­tro amigo al ser acusado- ¿pero vosotros creéis que este pájaro astuto e hipócrita es la bondad personificada? ¿Para qué le pe­dís piedad?...
--No sabes lo que dices -res­pon­dieron los pececitos- Verás, como, más pronto que tarde, Su Excelencia, el señor Pelicano, nos perdonará generosamente la vida y a tí, en cambio, te castigará.
--Sí, si -dijo el Pelícano- os per­dono, os perdono, pero... con una condición...
--Diga, díganos enseguida, Su Ex­ce­lencia, esa condición, para que la cumpla­mos.
--Mi condición es que estranguléis a ese pez negro, insolente y maleducado, que decís que está con vosotros, para ganaros vuestra libertad.
Pequeño Pez Negro se deslizó ha­cia un lado y les advirtió:
--No os fiéis de él; no veis que este conde­nado pájaro lo que quiere es que nos pelee­mos entre nosotros; tengo una idea...
Los pececillos estaban, además de trastornados, ciegos de miedo. Solamente pensaban en su vida y su libertad, y por eso se pre­cipitaron sobre Pequeño Pez Negro. El se escapaba siempre y decía tranquilamente:
--¡Callad!, ¡callad!... estáis de todas for­mas prisioneros y no podéis escaparos; además no valéis más que yo.
--Tenemos que estrangularte; que­re­mos nuestra libertad.
--¡Estáis locos! ¡Y ciegos! Aunque me es­tranguléis, no saldréis de aquí. No os dejéis engañar... ¡Qué digo!: no os engañéis.
--Solamente dices eso para sal­varte tú; no piensas para nada en nosotros.
’--Escuchadme. Voy a daros una idea: yo me hago el muerto y me coloco con los otros cadáveres; entonces ve­réis, veremos, si el Pelícano os libera o no. Y si no aceptáis mi proposición, ¡qué se le va a hacer!, os ma­taré a todos con mi pu­ñal, luego romperé la bolsa y me iré y voso­tros...
--Para, por favor -dijo uno de los pe­cecitos, interrumpiéndolo con grandes sollo­zos- no puedo soportar tus palabras... bua... bua... bua...
--Me pregunto por qué habéis em­pe­zado a lloriquear -dijo Pequeño Pez Negro y, de un golpe, sacó su puñal y se lo enseñó a los pececillos.
Como no tenían otra salida, tu­vie­ron que aceptar su alternativa. Fingieron que re­ñían. Pequeño Pez Negro se hizo el muerto. Entonces los pececillos se diri­gieron hacia arri­ba diciendo:
--¡Excelencia, señor Pelícano! he­mos estrangulado al pez maleducado e inso­lente.
--Muy bien, muy bien... -les dijo el Pe­lícano riéndose- Ahora... como recom­pensa... no os dejaré en la bolsa... os tragaré vivos... ¡ja, ja, ja! ¡Qué hermo­so paseo daréis en mi estómago!
Antes de que los pececillos hu­bie­ran podido darse cuenta de lo que les espera­ba, se deslizaron, como en un tobogán de muy pro­nunciado desni­vel, a lo largo del cuello del Pelícano y... de esta manera perecieron.

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