lunes, 18 de junio de 2012

H. P. Lovecraft: Y esa 'cosa' llegó de África (*)


 Nos permitimos ahora un descanso y les ponemos aquí un relato de H. P. Lovecraft de título original 'Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family' Poco conocemos nosotros la obra de este escritor yanqui y el hecho de hallar este cuento relacionado con Africa es puramente casual. Dicen que es parecido a Poe. No lo creemos. Y de Poe algo conocemos. Nos hemos decidido a ponerlo porque queremos hacer un alto en el camino sobre cuestiones africanas o negroafricanas. Consta de dos partes. 
Al terminarlo nos pareció que era un tanto racista el relato. Y cuando nos hemos acercado a su biografía nos dicen que si, que este autor del terror, era racista. Pues... nada... qué se le va a hacer... no vamos a matarlo... entre otras cosas porque ya murió. Escribe bien el cabronazo.

A
Detrás de las bambalinas de lo que todos conocemos, se esconde una verdad diabólica que hace de la vida algo tenebroso y, a veces, la vuelven aun mucho más espantosa. La ciencia, ya de por si dominante, estremece con sus descubrimientos y puede que derive algún día en aniquiladora definitiva de nuestra especie humana -siempre que seamos una especie-; pues su reserva de intempestivos horrores no serían soportados por los cerebros de los hombres, cuando se desate, si se desata, esa muestra de maldades. Si supiéramos lo que en realidad somos, haríamos lo que vino a hacer sir Arthur Jermyn: empaparse de gasolina y chiscándose sus ropas arder como tea humana en la noche hasta extinguirse. Nadie guardó sus restos chamuscados en parte alguna, ni honró su memoria, porque se descubrieron unos papeles por ahí y hallaron cierta 'cosa' dentro de un embalaje, motivos ambos por los que los hombres se inclinaron a cubrirlo todo con un velo de olvido. Incluso algunos de los que lo conocieron niegan que haya existido jamás.

Sin embargo, Arthur Jermyn se fue al páramo y se prendió fuego, achicharrándose, después de ver la 'cosa' del embalaje que había llegado de África. Fue este objeto, y no su extraña apariencia personal, lo que le indujo a suicidarse. Y es que a numerosas personas les desasosegaría tener los extraños rasgos faciales de sir Arthur Jermyn; empero él, que era poeta y hombre erudito, nunca le preocupó esa parte de su cuerpo. Sir Arthur Jermyn llevaba el saber en su ser, en su sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un connotado antropólogo; y su tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, había escrito diversos estudios eruditos sobre sus tribus, bestias y supuestas reliquias. Hay que decir que sir Wade tanto y tanto se interesó intelectualmente por esta región de Africa que hasta devino en manía; y fue ridícula su postura defendiendo una civilzación prehistórica de la raza blanca en el Congo y el hazmerreir de las clases cultas inglesas cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido aventurero, fue recluido en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un ramalazo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe no se bifurcó en ramas, y sir Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, se ignora lo que hubiera podido suceder cuando llegó aquella 'cosa'. Los Jermyn siempre tuvieron un aspecto que no era del todo normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de sir Arthur fue el más extraño. Los viejos retratos de familia de la Mansión Jermyn, con anterioridad a sir Wade, dejaban ver rostros bastante hermosos. Se sabe que la locura comenzó con sir Wade, cuyas disparatadas historias sobre África engendraban a la par goce y terror en sus pocos amigos. Se mostraba en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre corriente coleccionaría y conservaría, y se patentizó de manera clara y rotunda en el encierro oriental en que mantuvo a su esposa. Su mujer, decía él, era hija de un comerciante portugués que había conocido en África, y no le gustaban las costumbres británicas. La trajo, junto con un hijo pequeño nacido en África, al retornar del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no volvió jamás. Nadie la vio nunca, jamás, de cerca, ni siquiera los criados, por su carácter excéntrico y violento. Durante la corta estancia de esta mujer en la Mansión de los Jermyn, ocupó un ala apartada y sólo fue atendida por su marido. Sir Wade resultó, efectivamente, de lo más curioso en sus atenciones para con la familia; ya que cuando regresó de África, no consintió que nadie, nadie nadie, atendiese a su hijo, salvo una repulsiva negra de Guinea. De vuelta, tras el fallecimiento de lady Jermyn, asumió él, totalmente, los cuidados del niñoFueron las palabras de sir Wade, mayormente cuando se encontraba bebido, las que hicieron considerar a sus amigos que estaba loco. En una época en que imperaba la razón, como el siglo XVIII, resultaba de bobos el que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y escenas extrañas bajo la luna del Congo; se refiriera a descomunales murallas y columnas de una ciudad olvidada; murallas y columnas derrumbadas e invadidas por la vegetación; o contara de húmedas y secretas escaleras que bajaban interminablemente a la oscuridad de criptas abismales llenas de tesoros y de catacumbas extraordinarias. Especialmente, era una insensatez hablar de manera tan delirante de los seres vivos que hubieran podido poblar tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa antigua e impía ciudad... criaturas fabulosas que el mismo Plinio habría nombrado con escepticismo; seres que bien pudieron nacer después que los grandes monos asolasen la moribunda urbe de las murallas y columnas, de las criptas y las extrañas esculturas. Después de su último viaje, sir Wade hablaba de esos asuntos con estremecido y misterioso entusiasmo, sobre todo tras de beber su tercer vaso en el Knight’s Head; jactábase entonces alardeando de lo que había encontrado en la selva y de cómo había morado entre ciertas ruinas espantosas que él sólo conocía. Y al final contaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo recluyeron en el manicomio. Manifestó poco pesar cuando lo encerraron en la habitación enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma un tanto singular. Desde el momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue cogiendo cada vez menos cariño al hogar, hasta que últimamente parecía tenerle miedo. El Knight’s Head luego se convirtió en su posada habitual; y cuando lo encerraron, manifestó cierta gratitud, como si, para él, representase una protección. A los tres años murió. .

Philip, el hijo de sir Wade Jermyn, resultó una persona de lo más extraña. A pesar del gran parecido físico con su padre, su aspecto y comportamientos, en muchas facetas, eran tan groseros que todos acabaron por rehuirle. Y si no heredó la locura, como algunos temían, fue bastante estúpido y propenso a cortos y periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad descomunales. A los veinte años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, alguien que, según se decía, era de origen gitano; mas poco antes de nacer su hijo, se alistó en la armada como simple marinero, colmando el disgusto general que sus costumbres y su casamiento habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que hacía el comercio con África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero al fin desapareció una noche en que su barco se hallaba fondeado frente a la costa del Congo. 

La, ahora, aceptada peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal con el hijo de sir Philip Jermyn. Alto y bien agraciado, con una especie de misteriosa simpatía oriental; pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, sir Robert Jermyn comenzó una vida de estudioso e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de restos que su desequilibrado abuelo había traído de África, e hizo del nombre familiar algo muy reputado en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, sir Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, matrimonio bendecido con tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y mentales. Apesadumbrado por estas desventuras, el científico buscó refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, personaje verdaderamente repugnante que parecía combinar el desabrimiento de sir Philip Jermyn con la altanería de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, al año siguiente. Volvió a la Mansión Jermyn, viudo, con un niño pequeño, Alfred, que con el tiempo sería padre de sir Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue este cúmulo de infortunios lo que trastornó la mente de sir Robert Jermyn; quizás la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones folcloricas africanas. El maduro erudito había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él, con la esperanza de corroborar de alguna manera las extravagantes historias de sir Wade sobre una ciudad remota, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su ancestro sugería que la imaginación del orate pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la Mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos regida por un dios blanco. En el curso de la conversación debió suministrarle sin duda muchos datos adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, por la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando sir Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que nadie pudiera detenerlo, había matado a sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en los trastornados planes del anciano. El propio sir Robert, tras repetidos intentos de suicidio, y una terca negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de reclusión.

Sir Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se unió a una banda de artistas, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para viajar en compañía de un circo ambulante americano. Su final fue truculento de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; una bestia sorprendentemente mansa, de gran popularidad entre los cómicos. Sir Alfred Jermyn se sintió fascinado por el gorila, y en numerosas ocasiones los dos quedaban mirándose a los ojos a través de los barrotes durante mucho tiempo. Finalmente, Jermyn consiguió el permiso para adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y sir Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. De lo acontecido los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» no les gusta hablar nada. No esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió sir Alfred, ni esperaban verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero no por mucho tiempo, y antes de que el verdadero domador pudiese hacer algo, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible.

y B -

Arthur Jermyn, hijo de sir Alfred Jermyn, nació de la unión de éste con una cantante de cabaret de origen ignoto. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Mansión de los Jermyn, donde no había nadie que pudiera oponerse a su presencia. No carecía ella de conocimientos sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, por lo que cuidó de que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía facilitar. La hacienda familiar estaba dolorosamente mermada, y la Mansión de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur quería al viejo edificio con todo lo que contenía. En contra de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Ciertas familias de la vecindad, que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn, aseguraban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se limitaba a mofarse de su sentido de la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, socialmente rechazada. La elegancia poética de sir Arthur Jermyn era mucho más destacable teniendo en cuenta su grosero aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido un aspecto sutilmente extraño y repulsivo; pero el caso de Arthur era chocante. Resulta difícil decir con precisión a qué se parecía; pero su gesto, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos provocaban viva repugnancia en aquellos que lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de sir Arthur Jermyn, sin embargo, hacían olvidar su aspecto. Culto y clarividente, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía capaz de restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de genio más poético que científico, proyectaba continuar la labor de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la maravillosa, si bien extraña, colección de sir Wade. Llevado de su fantasiosa mentalidad, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la cual el explorador demente había creído a ciencia cierta, y... tejía un cuento tras otro en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las postreras y más estrambóticas anotaciones. Las neblinosas palabras sobre una indescriptible y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al reflexionar sobre el posible fundamento de semejante fantasía, buscando una luz acerca de más recientes datos recogidos por su tatarabuelo y por Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, sir Arthur Jermyn, tras la muerte de su madre, decidió proseguir sus averiguaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y se embarcó con destino al Congo. Contratando a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, pasó un año en las tierras de Onga y Kaliri; allí recogió muchos más datos que sobrepasaron cualquier esperanza. Entre los kaliri había un anciano jefe de nombre Mwanu que gozaba no sólo una gran memoria, sino de un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Mwanu ratificó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar. 

Según este anciano jefe, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los pendencieros n'bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todo bicho viviente, se llevó a la diosa disecada ya que ese había sido el objetivo de la incursión; la diosa mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y que, según atribuían las tradiciones del Congo, había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero pensaba que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; pero, después de muchas indagaciones, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

Según decían, la princesa mono, se convirtió en consorte de un gran dios blanco venido de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad, pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían retornaron y, a la muerte de ella, su divino esposo momificó su cuerpo, metiéndolo en una inmensa mansión de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a irse solo. A partir de ese momento, la leyenda presentaba tres variantes. Según una primera versión, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtía en símbolo de predominio para la tribu que la poseyera. Y ese fue el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios y su muerte a los pies de la divinizada conyuge. En cuanto a la tercera, relataba el retorno del hijo, ya hombre maduro -o ya mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su origen sacro. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía de tan extrafalaria leyenda, fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no albergó dudas ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito, y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo ruinas. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras que quedaban eran muestra fehaciente de que no se trataba de un simple poblado negro. Lamentablemente, no consiguió encontrar relieves, y lo exiguo de la expedición desaconsejaba emprender el trabajo tendente a franquear el único pasadizo visible que conducía abajo, a cierto sistema de criptas que Wade nombraba. Preguntó a todos los jefes nativos acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero hubo de ser un europeo quien probara los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. M. Verhaeren, un agente belga y tratante del Congo, estaba seguro de que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que tenía vagas noticias, dado que los otrora poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la tosca divinidad que habían robado. Cuando sir Jermyn zarpó rumbo a Inglaterra, lo hizo con la exultante esperanza de que, en espacio de unos meses, llegaría a sus manos una inapreciable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antepasado, que era la más disparatada de cuantas jamás oyera. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de la Mansión de los Jermyn habían oído cuentos aun más extraños a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente diligencia los escritos dejados por su desequilibrado ancestro. Empezaba a sentirse cada vez más afín a sir Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus aventuras en Africa. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ningun rastro tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba la razón de tal hecho, y llegando a suponer que la principal causa debió de ser la locura de su consorte. Recordaba lo que que se decía de su tatarabuela: que fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Sin duda, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había fallecido en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en esas elucubraciones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren notificándole que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraño e imposible de clasificar para un profano. Si era humano o simio, sólo un científico podía determinarlo; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El paso del tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias, máxime si sus trabajos preparatorios son obra de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. En torno al cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de cogérselo los n’bangus para ponérselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una pintoresca comparación, o mejor, aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal, aunque estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, alrededor de un mes después de la cartaEl embalaje fue recibido en la Mansión de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado enseguida a la gran estancia que albergaba la colección de curiosidades africanas, tal como ordenaran sir Robert y sir Arthur. Lo que sucedió mas tarde puede deducirse con seguridad por lo que contaron los criados, así como por los objetos y documentos examinados después. De las diversas opiniones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más extensa y lógica. Según este fiel servidor, sir Arthur echó a el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque pronto se oyó el resonar del martillo y el escoplo demostrando que no había decidido aplazar la tarea. No se oyó nada durante un rato. Y Soames no podía precisar cuánto tiempo de silencio. Pero está convencido de que menos un cuarto de hora después, desde luego, se escuchó un grito horrible, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. E inmediatamente después, salió Jermyn de la estancia a todo correr, como un loco, en dirección a la entrada, como si algún espantoso enemigo lo persiguiera. La expresión de su rostro -una cara ya de por si muy fea- resultaba indescriptible. Cerca de la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio un giro a su huida, desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto totalmente atónitos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el golpeteo en la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y un mozo de cuadra vio salir a sir Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Brotó una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano se elevó al cielo. El linaje de los Jermyn había dejado de existir.

El motivo por el los restos chamuscados sir Arthur Jermyn no se recogieron para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en esa 'cosa' de la caja. La diosa momificada constituía una visión nauseabunda, arrugada y carcomida; pero era claramente un mono blanco momificado, de una especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo a los humano... asombrosamente próximo. Su descripción detallada podría resultar sumamente desagradable; pero hay dos particularidades que deben mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas anotaciones de sir Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la irónica alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada mas y nada menos que al del sensible y delicado sir Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropológico quemaron aquela 'cosa', arrojaron el guradapelo a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

Final

(*) Título Nuestro; titulo original: ''Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family' 

Versión del cuento nuestra

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