martes, 19 de junio de 2012

Iswe Letu: Dime la verdad

1. Corbata

Cotito desprendía todos los días por la mañana un olor inconfundible: el olor seminal. Se despertaba; se masturbaba; cogía la cartera, sin olvidar la espada con la que jugaba, y se iba al colegio.

Su madre decía que estaba mas salido que un burro garañón. Lo conocía bien y sabía que su hijo, excitado, podía ser peligroso. Por tal motivo le había enseñado la manera de desahogar sus instintos naturales. Y no contenta con eso le había masturbado ella alguna vez.

Conseguía así tranquilizar a su hijo y, de paso, se preparaba para masturbarse, posteriormente, ella misma: en cuanto el hijo abandonara la casa.

Lo necesitaba pues el marido no le hacía caso: se levantaba temprano para laborar en la albañilería y no retornaba hasta el anochecer; luego cenaba y salía a la cantina. Por consiguiente la humilde hembra también necesitaba desahogarse: de ahí que entendiera divinamente los ardores de su vástago.

Cotito, que así le llamaban a su retoño, salía de casa, sin almorzar, muy sosegado.

Por el camino se iba alterando a medida que se acercaba al colegio: unos le escarnecían, "Cotito, bobito; Cotito, bobito", otros le tiraban piedrecillas y la generalidad a los que dirigía la palabra huían.

No alcanzaba su encéfalo a comprender la génesis del comportamiento de los estudiantes con él: esa era la motivación del cabreo que a veces encendía su cerebro: que no entendía. Quería entretenerse en el recreo, con los demás chiquitines, como uno mas; pero ellos no querían: se apartaban, se alejaban: lo rehuían.

Esfumabanse corriendo como pajarillos espantados; y es que en innumerables oportunidades habían sufrido, en sus propias carnes, los entretenimientos de Cotito, tal y como él los entendía: los tiraba al embaldosado o los pegaba, como se tiraban al pavimento y se pegaban los colegiales.

Pero siempre tenían lamentables desventuras sus juegos: a uno le escacharró la cabeza, al otro un extremidad ...; la pulgarada a una muchacha, con la que jugaba algunas veces, fue tan salvaje que cayó desfallecida; o por no hablar de aquella bofetada a un chiquillo que marcó sus cinco dedos; e ... incidentes así: no tenía fortuna Cotito en sus juegos.

Y más tarde las consecuencias de sus intervenciones le asustaban.

Con la que se encontraba a gusto, muy a gusto, era con su matrona: ella lo comprendía. Pero, lamentablemente, por la mañana lo arrojaba duramente del domicilio diciéndole:

--Anda, vete al colegio: ¡y ojalá no vuelvas más!.

Y Cotito, desahogado sexualmente, sin ganas y un poco triste por las palabras de su madre, se iba a la escuela.

Se hubiera quedado en el camastro tan a placer a continuación de meneársela. Pero su mamá no consentía eso.

De manera que, a regañadientes, se encaminaba hasta el colegio; allí se desquitaba de su tristeza: abría las aulas para experimentar la algarabía de los niños: "¡Cotito, Cotito: bobito, bobito"!; cogía revistas que las tiraba por el recibidor de la entrada; o escamoteaba cualquier cachivache; ¡bueno!: lo que se dice robar robar, lo que se dice robar, él no sabía lo que era eso: lo metía en el bolsillo del pantalón y se lo daba a su madre para que no se enfadara.

Porque lo que si sabía, es que si retornaba pronto, depende de lo que llevara, le pegaba o le cubría de besos, carantoñas, arrumacos... Cuando se encolerizaba su madre era impresionante: había llegado hasta morderle en sus órganos genitales.

Era tan imprevisible que no sabía a que atenerse con ella: unas veces eran tan dulces sus arrumacos que le hubiera gustado que continuaran eternamente; en esas ocasiones su madre era doblemente adorada; y otras tan salvaje que el sufrimiento que le infligía al pobre imbécil de Cotito era difícilmente soportable.

2. Soga
Cotito, con el paso del tiempo, fue desequilibrándose del todo, debido, en parte, al poco yantar y a los desconcertantes comportamientos de la madre que saltaban de las alborozadas caricias a las brutales agresiones, como ya se ha dicho, pero que es necesario insistir en ello, para que pueda aparecer, mínimamente inteligible su intervención.

Su rostro delgado, anguloso, siempre esbozando una sonrisa, cedió por completo; y una agria alcocarra se colocó en su lugar.

Caminaba a saltitos con su sempiterna maleta y su tizona de caballero espadachín o estoque de matador de toros bravos o ... ¡quien sabe que!; la mirada asegurada al frente sin contestar a los plácemes, de algunos pequeñuelos amedrentados que, con ello, querían conseguir el privilegio de no ser agredirlos, como antes hacía.

Llevaba varios días arremetiendo a niños y profesores, sobretodo a profesores. Últimamente no quería irse del patio de esparcimiento escolar ni a la de tres. Cuando veía la llave se volvía agresivo, sabiendo, como llegó a saberlo, que era el momento de clausurar el edificio y volver a su continuado maltrato de la progenitora; por lo que llegó a coger una feroz manía a aquellos educadores a los que se la había visto, repetidas veces, en la mano: a uno le dio con la cartera en la cabeza, a otra quiso ahogarla, al de gimnasia le atizó con la espada en la cara quedándosela marcada para siempre; total que algunos profesores no salían ya al patio de recreo con los alumnos: todo un cuadro.

No sabiendo qué hacer, el claustro de catedráticos elevó informes a los distintos organismos: Ayuntamiento, Dirección Provincial de Enseñanza, Junta del Gobierno Autonómico, Conserjería de Bienestar Social, Jefatura de las Fuerzas de Orden Público...

Pero nada: se quedaron solos.

Habían presentido que nada bueno podría suceder: lo habían escrito en declaraciones a los organismos ya citados; mas, con todos los barruntos, jamás de los jamases, pasó por la imaginación del profesorado lo que sucedió.

Aún se les pone carne de gallina solo de pensarlo; la cosa fue así: las fuerzas de policía se lo habían llevado del patio algunas veces a la fuerza: voluntariamente no se iba, como ya se ha dicho; gravó en su cerebro las facciones de los policías -como con hierro al rojo- cada vez que los divisaba se le encendía la brasa y le quemaba toda la molondra idiota que tenía --débil mental pero con un vigor formidable; a sus 25 años; en plena juventud física-- y se lanzaba a ellos como quebrantahuesos a la carnaza; para contenerlo se habían tenido que dedicar a fondo varios de ellos.

Aquella tarde los guardias municipales acudieron para sacarlo de allí, una vez mas; y escoltar a la directora del colegio a la que tenía entre ceja y ceja, en primer término, por ser símbolo cimero, para él, de poseedora de las llaves.

Cuando llegaron al patio estaba Cotito corriendo detrás de una niña: la única que jugaba con él. No se le ocurrió, otra cosa, a esta que parapetarse tras uno de los guardias municipales.

--Venga Cotito; fuera del patio que es la hora de cerrar -- dijo un municipal.

--Tu, cabrón; y yo pegarte --dijo y le lanzó su espada.

Desgraciadamente la espada resultó, esta vez de verdad, y con la tremenda fuerza atravesó al infeliz guardia municipal por la barriga hasta la empuñadura, y llegando al ojo de la niña que había buscado refugio tras él.
Había sustituido la espada de juguete por un estoque que su padre, aficionado a los toros, tenía arrumbado en el desván.

3. Epílogo

--Dime la verdad: ¿te llaman Cotito?

--No sé "verdad", Señor; me llaman Cotito, je, je -- dijo emitiendo un sonido gutural un si es no es de risa.

--¿Y tú por qué lo acuchillaste, Cotito?

--"¿Lo acuchillaste... acuchillaste?" ... ; no sé, je, je.

El señor juez lo contempló con absoluta despreocupación: fríamente.

--¿Que, por qué lo mataste?

--No sé "mataste"; no sé, Señor, je, je.

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