martes, 13 de enero de 2009

Aimé Césaire: Retorno al País Natal (4)

(poema traducido al castellano por Lydia Cabrera y editado por Molina y Compañía enLa Habana -Cuba- en 1942; para ello tomó como base la primera edición del poema deAimé Césaire, aparecido en la revistaVolontés, en París, en el año de 1939, y titulado Cahier d'un retour au pays natal -Cuaderno de un retorno al pais natal-; después lo amplió; pero el que esté interesado por el poemario con esas añadiduras le recomendamos acudan a la editorial 'Fundación Sinsonte' que lo editó a finales del año 2007; nosotros lo reproduciremos tal cual si bien en algunos trozos pondremos antes en el original francés para el curioso que quiera compararlo con la traducción de la ilustre escritora cubana)



He aquí la cuarta entrega:


*

Al morir el alba la gran noche inmóvil, las estrellas más muertas que un balafón roto,

el bulbo teratológico de la noche, germinando de nuestras bajezas y renunciamientos...



Y nuestros gestos imbéciles y locos para reanimar las salpicaduras de oro de los instantes favorables, el cordón umbilical restituido a su fragil esplendor, el pan y el vino de la complicidad; el pan, el vino, la sangre de verídicos esponsales.

Y esta antigua alegría que me trae el conocimiento de mi miseria presente.

Una senda gibosa que hinca la cabeza en el hueco donde dispersa algunas chozas, una senda infatigable se arrastra llevando a cuestas un cerro cuya cima brutalmente penetra en un charco de casas palurdas, una senda que sube locamente y desciende temeraria, y el cómico esqueleto de madera encaramado sobre unas patas diminutas de cemento que llamo 'nuestra casa' con su peinado de hojalata que ondula al sol como una piel que se orea el comedor el piso grosero donde brillan las cabezas de los clavos, las vigas de pino y de sombra que corren por el techo, las sillas de paja fantasmales, la luz grisácea de la lámpara, aquella barnizada donde zumban las cucarachas hasta hacer daño...


Al fin del amanecer, este país más esencial, restituido a mi paladar, no de ternura difusa sino la atormentada concentración sensual del seno grueso de los cerros con la accidental palmera cual brote endurecido, el brusco gozar de los torrentes y desde Trinidad hasta Grand-Rivière, la lamedura histérica del mar.

Y el tiempo pasa deprisa, muy deprisa.

Transcurrido agosto, cuando los mangos se engalan con todas sus medias lunas, septiembre, el partero de los ciclones, octubre que enardece la caña, noviembre que ronronea en las distintas destlerías; comenzaron las Navidades.
Habíanse anunciado las Navidades primeramente por el cosquilleo del deseo, una sed de ternuras nuevas, un retoñar de sueños imprecisos; luego de repente había remontado el vuelo el frufrú violeta de sus grandes alas de alegría, y fue entonces en la aldea, su caída vertiginosa lo que hacía estallar la vida de las chozas como granadas demasiado maduras.
Las Navidades no eran como todas las fiestas. No le gustaba correr las calles, bailar en las plazas públicas, instalarse en los caballos de madera del tío-vivo, aprovecharse del genio para pellizcar a las mujeres, disparar los fuegos artificiales frente a los tamarindos. Tenía agarofobia... Necesitaba toda una jornada de trajín, de preparativos, de cocinados, de limpieza, de inquietudes,
de miedo-a-que-esto-no-sea-suficiente,
de miedo-a-que-no-vaya-a-faltar-esto-otro,
de miedo-a-que-nos-fastidiemos,
después por la noche una iglesia nada intimidadora que se deja llevar benévolamente por las risas, los cuchicheos, las confidencias, las declaraciones de amor, las maledicencias y la cacofonía gutural de un cantor vozarrón y también por alegres compañeros y francas mocetonas y en las chozas de entrañas ricas en golosinas, nada mironas, se apiñan hasta veinte, y la calle está desierta, y la aldea es un ramo de canciones, y se está tan bien en el interior, y se come tan bien, y se bebe lo que alegra, y hay morcilla, la estrecha que se enrolla como el voluble, la que es ancha y regordeta, el 'Benín' con sabor a serpol, el 'Violent', de pimentada incandescencia, y el café quemante, el anís azucarado, y el ponche de leche, y el sol líquido de los rones, y todas las cosas sabrosas que se imponen autoritariamente a las mucosas, se nos funden en sutilezas, nos destilan sus delicias, nos tejan sus fragancias, y se ríe y se canta, y los estribillos se enlazan hasta perderse de vista como los cocoteros:

ALLELUA

RYRIE ELEISON... LEISON... LEISON,
CHRISTE ELEISON... LEISON... LEISON.


(continuará)

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