jueves, 13 de marzo de 2008

Jean Paul Sartre: IV.- LAS BRASAS ROBADAS (Orfeo Negro)

IV. – LAS BRASAS ROBADAS




Aniquilamientos, actos de fe del lenguaje, simbolismo mágico, ambivalencia de las ideas, he ahí toda la poesía moderna, en su cara negativa. No se trata de un juego pueril. La coyuntura del negro, ‘su desgarramiento’ original, la ‘alienación’ que, un pensamiento extraño, le impone con el nombre de asimilación, lo colocan en la obligación de reconquistar su unidad existencial de negro o, si se desea, la pureza original de su plan, por medio de una ascesis progresiva, más allá del universo del discurso.
La negritud, como la libertad, es punto de partida y meta última. Trátase de hacerla pasar de lo inmediato a lo mediato, de tematizarla. El negro debe fenecer para la cultura blanca y renacer al espíritu negro, como el filósofo platónico muere para su cuerpo y así resucita para verdad. Esa retorno dialéctico y místico a los orígenes lleva consigo, obligatoriamente, un método. Pero ese método no se presenta como un brazado de reglas para la dirección del espíritu; no se confunde con quien lo emplea. Es la ley dialéctica de las transformaciones sucesivas que encaminarán al negro a coincidir con sí mismo en la negritud. No se trata, para él, de conocer, ni de arrancarse a sí mismo en el éxtasis, sino de hallar y, a la vez, devenir lo que es.
Para esta simplicidad original de existencia hay dos caminos de llegada convergentes: uno objetivo, el otro subjetivo. Los poetas negros de lengua francesa usan ya la uno, ya otro, a veces los dos juntos. Existe, efectivamente, una negritud objetiva que se expresa por las costumbres, las artes, los cantos y las danzas de las comunidades africanas. El poeta se recetará, como ejercicio espiritual, el dejarse subyugar por los ritmos primitivos, y volcar su pensamiento en las formas tradicionales de la poesía negra. Muchos poemas se titulan tantanes, porque cogen de los tamborileros nocturnos un ritmo de percusión ora seco y regular, ora torrencial y convulsivo. El acto poético es entonces una danza del alma: el poeta baila como un derviche, hasta el desmayo; ha colocado, en sí, el tiempo de los antepasados, lo siente transcurrir con sus extraños sobresaltos. Es, en esta fluencia rítmica, cómo espera recuperarse: diré que intenta hacerse poseer por la negritud de su pueblo. Confía que los ecos de su tantán vendrán a despertar los instintos remotos que duermen en él. Al leer estos poemas se tiene la impresión de que, el tantán, tiende a ser un género de la poesía negra, como el soneto o la oda lo fueron de la nuestra.
Otros se inspirarán, como Rabemananjara, en edictos reales, y algunos beberán en la hontana popular de los hain-tenys. El centro sosegado de ese maelstrom de ritmos, de cantos, de gritos, es la poesía de Birago Diop, en su candorosa grandeza: sólo ella está en reposo, porque deriva directamente de los relatos y de la tradición oral. Casi todas las otras tentativas tienen algo de crispado, de tenso y desesperado, porque tienden no tanto a emanar de la poesía floklórica como a llegar a ella.
Pero, por distante que esté ‘del negro país donde dormitan los antepasados’, el negro sigue más próximo que nosotros a la gran época en que, como dice Mallarmé, ‘la palabra crea los dioses’. A nuestros poetas les es casi imposible reanudar la familiaridad con las tradiciones populares: diez siglos de poesía culta los separan de ellas. Por otra parte, la inspiración folklórica se ha agotado: en todo caso podríamos imitar, exteriormente, su simplicidad. Los negros de África, por el contrario, se hallan aun en el gran periodo de fecundidad mítica, y los poetas negros de lengua francesa no se complacen en esos mitos como nosotros con nuestras canciones: sólo se dejan embrujar por ellos para que, al término del encantamiento, la negritud, magníficamente evocada, surja. Por eso llamo magia, o encantamiento, a este método de ‘poesía objetiva’.
Césaire ha elegido, en cambio, por entrar, a sí mismo, reculando. Puesto que ésta Eurídice se desvanecerá en humo sí el Orfeo Negro se vuelve hacia ella, él bajará por el camino real de su alma con las espaldas vueltas al fondo de la cueva. Descenderá por debajo de las palabras y de las significaciones –‘para pensar en ti he dejado todos las palabras en el Montepío’-, por debajo de las actitudes cotidianas y del plano de la ‘repetición’, y aun por debajo de los primeros arrecifes de la revuelta. Vuelto de espalda, los ojos cerrados para tocar, por fin, con sus pies desnudos el agua negra de los sueños y del anhelo de dejarse ahogar por ellos. Entonces, deseo y sueño, se levantarán, rugiendo como una marejada, harán bailar las palabras como bienes mostrencos y las tirarán, indiscriminadamente, hechas añicos, a la orilla.

Las palabras se desbordan, seguramente, hacia un cielo y una tierra que lo alto y lo bajo no permiten distraer, y lo mismo ocurre con la vieja geografía… Por el contrario, una graduación curiosamente respirable se opera real pero al nivel. Al Nivel gaseoso del organismo sólido y líquidi, blanco y negro, día y noche. (1)


Reconocemos el viejo método surrealista (porque la escritura automática, como el misticismo, es un método: supone un aprendizaje, ejercicios, un encaminamiento). Es necesario introducirse bajo la corteza superficial de la realidad, del sentido común, de la razón razonante, y llegar al fondo del alma, despertar las potencias inmemoriales del deseo. Del deseo, que hace del hombre un rechazo de todo y un amor de todo; del deseo, negación radical de las leyes naturales y de lo posible, invocación del milagro. Del deseo, que por su loca energía cósmica introduce nuevamente al hombre en el seno hirviente de la Naturaleza al afirmar su Derecho a la insatisfacción. Por otra parte, Césaire no es el primer negro que haya tomado por esos andurriales. Antes que él, Étienne Lero había fundado Légitime Défense. ‘Más que una revista –dice Senghor- Légitime Défense fue un movimiento cultural. Partiendo del análisis marxista de la sociedad de las ‘Islas’, descubría en el antillense el descendiente de esclavos negroafricanos que, durante tres siglos, habían sido mantenidos en la embrutecedora condición del proletario. Afirmaba que sólo el surrealismo podría liberarlo de sus tabús y expresarlo en su integridad’.
Pero, precisamente, si vinculamos a Lero con Césaire, no podemos sino sentirnos impresionados por las diferencias. La comparación puede hacer medir el abismo que separa el surrealismo blanco de su uso por un negro revolucionario. Lero fue el precursor: se propuso explotar el surrealismo como un ‘arma milagrosa’ y un instrumento de investigación, una especie de radar que enviáramos a las profundidades abisales. Pero sus poemas son deberes de escolar, estrictas imitaciones: no ‘exceden unos a otros’. Por el contrario, se encierran en sí mismos:

Las viejas cabelleras


Se ciñen a las ramas del fondo de los mares vacíos

Donde tu cuerpo es sólo un recuerdo

Donde la primavera se manicura

La hélice de tu sonrisa lanzada a distancia

Sobre casas de las que ya no queremos saber más… (2)


‘La hélice de tu sonrisa’, ‘la primavera se manicura’: reconocemos al paso el preciosismo y la futilidad de la estampa surrealista, la eterna fórmula que consiste en echar un puente entre dos términos más alejados, confiando, sin creer demasiado en ello, en que ese golpe de cubilete liberará un matiz escondido del ser. Ni en este poema ni en los otros veo que Lero reivindique la libertad del negro: en todo caso, reclama la liberación formal de la imaginación. En ese entretenimiento, totalmente abstracto, ninguna coyunda de palabras sugiere, ni siquiera de lejos, al África. Retiremos esos poemas de la antología negra, silenciemos el nombre de su autor, y yo desafío a cualquiera, negro o blanco, a ver si no los imputa a un colaborador europeo de La Revolution Surréaliste o del Minoture. Porque la finalidad del surrealismo es reencontrar, más allá de las razas y de las condiciones, más allá de las clases, tras el incendio del lenguaje, enceguecedoras sombras mudas que ya no se oponen a nada, ni siquiera al día, porque el día y la noche y todos los contrarios vienen a fundirse en ellas, y a eliminarse; de suerte que podríamos hablar de una impasibilidad, de una impersonalidad del poema surrealista, como hay una impasibilidad y una impersonalidad del Parnaso.
Un poema de Césaire, en cambio, explota y gira en torno de sí mismo como un cohete, soles se desprenden de él, soles que giran y estallan en nuevos soles. Es una eterna generación. No se trata de lograr la plácida unidad de los contrarios sino de levantarse como una verga uno de los contrarios de la pareja ‘negro-blanco’, frente al otro. La densidad de esas palabras, tiradas al aire como piedras por un volcán, es la negritud, que se define contra Europa y la colonización. Lo que Césaire destruye no es toda cultura, es la cultura blanca; lo que enseña, a la luz del día, no es el deseo de todo, son las aspiraciones revolucionarias del negro oprimido. Lo que acaricia en el fondo de sí mismo no es el espíritu, es cierta forma de humanidad concreta y determinada.
Ahora sí se puede hablar aquí de escritura automática comprometida, y aun dirigida, no porque intervenga la reflexión, sino porque las palabras y las estampas traducen eternamente la misma obsesión tórrida. En lo más hondo de sí mismo el surrealista blanco halla alivio; en lo más profundo de sí mismo Césaire encuentra la firmedumbre fija de la protesta y del resentimiento. Las palabras de Lero se ordenan plácidamente, en descomposición, por relajamiento de las relaciones lógicas, en torno a temas extensos e imprecisos; las palabras de Césaire se estrechas en cambio, unas con otras, y las derrite su impetuosa pasión. Entre las comparaciones más azarosas, entre los temas más alejados, circula un hilo secreto de odio y esperanza.
Compárese, por ejemplo, ‘la hélice de tu sonrisa arrojada a lo lejos’, que es producto de un libre juego de la imaginación, y un convite al ensueño, con

Y las minas de radium hundidas en la sima de mis inocencias

Saltarán en mil pedazos

En el comedero de los pájaros

Y la alfombra de estrellas

Será el nombre común de la leña de chimenea

Recogida en los aluviones de las venas cantoras de noche (3)


Donde los ‘disjecta membra’ del vocabulario se organizan para dejar adivinar un ‘Arte poética’ negra. O léase esto otro:

Nuestras caras hermosas como el verdadero poder operatorio de la negación (4)


Y aun:

Mares piojosos de islas haciendo crujir entre los dedos rosas lanzallama y mi cuerpo intacto de mutilado (5)


He aquí el delirio de los piojos de la miseria negra, que brincan entre los cabellos del agua, ‘islas’ al hilo de la luz, que crujen bajo los dedos de la celeste despiojadora, el alba de dedos rosa, esa aurora de la cultura griega y mediterránea, arrancada por un ladrón negro a los sacrosantos poemas homéricos, y cuyas uñas de princesa esclava son domeñados de pronto por un Toussaint Louverture, para hacer explotar los vencedores parásitos de la negra mar; la aurora que de pronto se rebela y metamorfosea, echa fuego como el arma salvaje de los blancos, lanza-llamas, arma de sabios, arma de verdugos y que mutila con su fuego blanco al gran Titán negro que se levanta intacto, eterno, para subir al asalto de Europa y del cielo.
En Césaire la gran tradición surrealista finaliza, se completa, cobra su sentido definitivo y se destruye: el surrealismo, movimiento poético europeo, es robado a los europeos por un negro que lo vuelve contra ellos y le pone una función rigurosamente definida.
He indicado en otro lugar cómo el proletariado se cerraba, todo él, a esta poesía destructora de la Razón: en Europa el surrealismo, rechazado por quienes habrían podido darles una transfusión de sangre, languidece y se agota. Pero, en el instante mismo que pierde contacto con la Revolución, he aquí que en las Antillas se le inscribe en otra rama de la Revolución universal, y se abre en una flor enorme y sombría.
La originalidad de Césaire consiste en haber sumergido su afán estrecho y poderoso de negro, de oprimido de militante, en el mundo de la poesía más devastadora, la más libre y metafísica, justamente en el instante en que Éluard y Aragón fracasaban en su intento de darle un contenido político a sus versos. Y por fin lo que saca a Césaire como un grito de dolor, de amor y de odio, es la negritud-objeto. Aquí también continúa la tradición surrealista, según la cual el poema debe objetivar. Las palabras de Césaire no describen la negritud, no la nombran, no la copian exteriormente como hace un poeta con su modelo: la hacen. La componen bajo nuestros ojos. Ahora es una cosa que podemos observar, aprehender. El método subjetivo que él escogió se asimila al método objetivo de que ya hemos hablado. Expulsa el alma negra fuera de él en momentos en que otros intentan interiorizarla. El resultado final es idéntico en ambos casos. La Negritud es ese tantán lejano en las calles de la noche de Dakar, son los gritos que salen de un respiradero haitiano y que se deslizan al nivel de la calzada, es esa máscara congoleña: pero también este poema de Césaire, baboso, sangriento, lleno de flemas, y que se revuelca en el polvo como un gusano cortado. Ese doble espasmo de absorción y de excreción da el ritmo del corazón negro en toda la poesía negra.

Notas:

(1)Les mots se dépassent, c’est bien vers un ciel et une terre que le haut et le bas ne permettent pas de distraire, c’ent est fait aussi de la vieille géographie… Au contraire, un étagement curieusement respirable s’opère réel mains au niveau. Au niveau gazeux de l’organisme solide et liquid, blanc et noir jour et nuit.

Aimé Césaire



(2)Les chevelures anciennes

Collent aux branches le fond des mer vides

Où ton corps n’est qu’un souvenir

Où le printemps se fait les ongles

L’hélice de ton sourire jeté au loin

Sour les maison don’t nous ne voulons pas…

Etienne Lero



(3)… et les mines de radium enfouies dans l’abysse de mes innocences

Sauteront en grains

Dans la mangeoire des oixeuax

Et le stère d’etoiles

Será le nom commun du bois de chaufflage

Recueilli aux alluvions des veines chanteuses de nuit.

Aimé Césaire

(4)Nos faces belles comme le vrai pouvoir opératoire de la négation.

Aimé Césaire


(5)Les mers poulleuses d’iles craquant aux doigts des roses lace-flamme et mon corps intact de foudroyé.

Aimé Césaire


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