miércoles, 29 de abril de 2009

José Mª Amigo Zamorano: un meada (bobada) trascendente

Una bobada (meada) trascendente

Allí, allí mismo, se le quitaron algunos prejuicios estúpidos, tontos, majaderos.


Se duchaba en ese momento. El agua corría por todo el cuerpo, produciéndole un agradable cosquilleo. Oía, en el salón, la charla y la risa de sus amigas. Sin darse cuenta, el vapor que salía de la ducha caliente, poco a poco, fue adueñándose de todo el water. Empañaba mosaicos y cristales. Lo llenaba de una neblina convirtiendo el pequeño recinto en un lugar misterioso, íntimo… fuera de la mano de Dios. Ajeno a su poder. Inexpugnable.


De modo que, cuando le entraron unas ganas irresistibles de orinar, lo hizo… Y, sí, lo hizo… con una cierta inseguridad: primero se encomendó a Satanás. Por si acaso. Necesitaba el apoyo de un ser poderoso, por si ocurriera que, el Supremo Hacedor del Bien, la castigara por tamaño pecado: el de orinarse. Y si, se meó. Lo confiesa.


Pero lo realizó bien espatarrada, en previsión de que, los elementos del líquido de la micción, pudieran corroer o manchar su cuerpo puro, inmaculado, al mojarlo. Por desgracia para ella, ni aún con todos esos cuidados logró verse libre de que su líquido amarillento salpicara ambos muslos. Tembló. Lo confiesa.


Le vinieron tales escalofríos que tuvo que agarrarse al picaporte de la ventana, porque se sentía mareada. Lo hizo, claro, por si se caía. Fue una sensación no física, lo reconoce, sino moral. De miedo al futuro que pudiera prepararle el Dios que le enseñaron las monjas en el colegio.


Se quedó inmóvil. Como en guardia temerosa. A la espera que algún acontecimiento aciago le sobreviniera. Espera fugaz, pero angustiosa. Y no. No ocurrió nada. Seguían sus amigas charlando y riendo en el salón. Respiró hondo. Se tocó cabeza y pecho. Vivía. ¡Qué tontería! Y, ¿por qué no iba a vivir? Esta pregunta la tranquilizó.


Mas luego, la inquietud volvió a manifestarse al pensar, como pensó, alarmada, que, a lo mejor, tal vez, acaso, el líquido pudiera haberle dejado unas manchas imborrables, alguna señal, en sus muslos. ¡Qué le diría entonces a su marido!... Sin duda la rechazaría, le diría que era una golfa y la abandonaría por haber desobedecido los preceptos de la pureza… ¡Oh Satanás! ¡Acórreme en este trance!...


Bajó la vista, lentamente. La carne se le puso de gallina. Miró en la entrepierna. Nada. No había pasado nada. Estaba toda su piel blanca, limpia, tersa. Sin mácula alguna. No obstante, se frotó bien frotada. Lo que tuvo unas consecuencias insospechadas para ella: un gusto, un placer que nunca había experimentado; y no lo había sentido antes, nunca, jamás, porque nunca, jamás, antes, había tocado su cuerpo en esas partes que consideraba impuras, sucias, luciferinas, satánicas, perversas…


Abrió la ventana, que estaba, justo, al lado de la bañera y que daba a un patio interior, para despejarse. El aire fresco consiguió serenar, aun más, sus inquietudes. Aunque, todo hay que decirlo, no las tenía todas consigo. No se veía libre de prevenciones. Había traspasado todos los límites de su educación puritana, pactando con el Diablo. Más si él era el Supremo Hacedor del Mal, pensó la joven, su poder se igualaba al del otro hacedor: quedaba por tanto equilibrada la balanza. Seguiría dando vueltas el mundo sin que a ella le ocurriera nada. Como nada le había ocurrido.


Cogió la mano de la ducha para que, el agua, con el jabón que se había dado, arrastrase las pequeñas partículas de impureza que pudieran haberse quedado en su piel adheridas entre los poros. Los poros, dicen, -pensó con cierto temor- son pequeños pozos que tenemos distribuidos por toda la superficie de nuestro cuerpo.


Y, como creyó haber nacido de nuevo, se puso a cantar de alegría. El agua, entonces, comenzó a salirle fría, consiguiendo que, estremeciéndose, se pusiera a mover con rápidos movimientos sinuosos de culebra, lo que le provocó nuevas ganas de mear. Mas, encomendada, como estaba, a ese Supremo Creador del Mal que es Lucifer, dejó que el líquido elemento caliente de la meada le resbalara por todos sus muslos abajo, hasta sus pies. Miró ahora, ya casi sin prevención, con rapidez, con valentía, en acto heroico, desde su sexo hasta el suelo de la bañera. Sabía que nada le iba a ocurrir. Gracias al ángel caído que, ahora que lo pensaba, era un ángel más. ¡Pobre! Ya le premiaría con lo que él quisiera. Es de bien nacidos, el ser agradecidos, reza el refrán. Y el Mal le había hecho algo bueno: la había salvado de un pensamiento majadero.


Terminó de ducharse. Se vistió. Y, cantando, acudió al salón donde las amigas la observaron extrañadas. Si, efectivamente, era una extraña. En el buen sentido. Una meada había tenido la culpa. Una boba meada trascendente.

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